Para contestar a esta pregunta Ernest Hemingway, dedicó centenares de páginas. Hoy, para responderla en España, solo se precisan cuatro palabras: "Las campanas no doblan".
Hasta no hace mucho tiempo, las campanas eran el lenguaje del Pueblo por todos entendido. Ellas nos marcaban la hora del día en la que se vivía; ellas, repicaban de alegría los días de júbilo; eran la señal de alarma en caso de necesidad; y con su lento doblar nos comunicaban la desgracia de una muerte.
El lento golpear del badajo nos decía que alguien había muerto. La cadencia de su sonido acompañaba al difunto hasta su última morada, con su melancólico son.
Hoy, las campanas permanecen en silencio; y nuestros muertos deben abandonar este mundo sin ni tan siquiera gozar de la compañía del sonido de una campana.
Hoy, nuestros muertos, van de una fría cama de hospital, o desde la soledad de sus casas, hasta la húmeda tierra que les dará cobijo, en el más triste de los silencios, sin más ruido que el que el viento produce al mover las hojas de los cipreses. Se les ha privado del sonido del llanto de sus seres queridos; del homenaje de sus deudos, y hasta el triste doblar de una campana les es negado.
Visitando países de la antigua Yugoslavia, escuchaba, estremecido, el relato de cómo los muertos que inundaban las calles eran recogidos por la noche para evitar los disparos de los francotiradores, y ser enterrados en cualquier lugar que pudiera albergar sus restos mortales. Ya fuera un huerto, un jardín, o un estadio de futbol.
Aunque no haya francotiradores que disparan, nuestros muertos de hoy son enterrados con nocturnidad y en silencio; para que no se sepa que nos han dejado. Son llevados a su última morada en la clandestinidad, y, casi, en la indignidad; sin una oración en su memoria; sin un panegírico que recuerde lo bueno que hicieron en la vida; y sin el triste sonido de una campana.
España se avergüenza de sus muertos; porque, son el testigo irrefutable de un fracaso como sociedad ,que no tiene el valor de exigir que sean enterrados y recordados con respeto.
De las frías cámara frigoríficas, o desde las pistas de hielo, son sacados clandestinamente cuidando de que ningún "francotirador" armado con una cámara de fotografiar, plasme su último viaje.
Los otros, los vivos enterrados en vida, tapan ese silencio cómplice con el cántico de las bondades de un confinamiento, para que alguien, esta vez sí, les grabe y emita su felicidad por cualquier medio.
Mientras unos cantan, otros bailan, y otros aplauden en los balcones; las campanas siguen en silencio. No vaya a ser que con su doblar, nos recuerden que decenas de miles de personas ya no están entre nosotros.
Algunos tienen la osadía de decir que esa ocultación no es tal; que nuestros muertos son enterrados con dignidad, y que quien eso propala miente.
Quienes no mienten son las campanas, que con su estruendoso silencio nos dicen que nadie se acuerda de ellos. Que nadie les aplaude; que nadie les canta. En definitiva que a nadie le importa que vivieran o murieran. Quizás, hasta los badajos de las campanas sienten vergüenza y por ello callan. Vergüenza por contemplar, de las alturas de sus atalayas, cómo hay españoles que se alegran de la muerte de sus compatriotas; o cómo discuten a voz en grito, si un anciano tiene derecho a la vida.
Ernest Hemingway, en nuestros días no hubiera podido publicar su famosa novela. Porque, a diferencia de aquel lejano año de 1940, en que su obra vio la luz, las campanas que hoy permanecen silenciosas,; mientras la de aquellos años siniestros doblaban por los muertos de una Guerra Civil cruel; pero, que, al menos, daba sepultura, cristiana o no, a quienes perdían la vida. El ¿quién? de Ernest Hemingway, era una pregunta retórica; porque, la respuesta se sabía de antemano. Las campanas doblaban por España. La de los muertos y la de los vivos.