
Los cronistas de Corte de antaño y de hoy, han analizado, con poca rigurosidad en mi opinión, los hechos y actos que a lo largo de su reinado realizaron.
Quizás el único que les ha tratado con el rigor debido ha sido, paradójicamente, el Dios en cuyo nombre actuaban. No debió estar demasiado conforme con sus actos, y les aplicó el viejo principio de "En el pecado llevan la penitencia".
Quienes no dudaron en derramar la sangre de miles de personas en defensa de la legitimidad de su derecho sobre la corona de Castilla contra la bastardía de la heredera legítima al trono, no fueron tan remilgados a la hora de valorar el origen bastardo y asesino de la denominada Casa de Trastámara, de la cual eran ambos descendientes. La bastardía, nunca demostrada, de su sobrina Juana hija de su hermanastro Enrique, fue el pretexto para lanzar contra ella todas sus fuerzas; desde las más nobles, si es que la guerra tiene algo de nobleza, hasta las más rastreras; urdiendo todo tipo de intrigas y engaños para que Isabel se hiciera con una corona que por legítima sucesión no le correspondía.
Cegados por la ambición de poder uno, y por una obsesiva defensa del cristianismo la otra; no fue poco el dolor que causaron y la sangre que vertieron desde Finisterre hasta Nápoles, pasando por las Indias Occidentales, "Sus Católicas Majestades".
En ese pecado de soberbia, que de continuo cometieron; en ese pecado de "gula" de poder que ambos cometían a cada paso que daban, llevaron su propia penitencia.
Aquellas plegarias que su católica majestad, Isabel, elevaba al Altísimo con excesiva profusión, no debían ser del agrado del Sumo Hacedor, Y, Este castigó su mal hacer imponiéndoles la penitencia del dolor y el fracaso como seres humanos.
La Católica reina, desde su más tierna infancia, vivió en la constante amargura de no gozar del afecto de casi nadie; solo su madre, y algún solícito sirviente le acompañó durante su vida. Ni tan siquiera el ensalzado amor de su marido Fernando, fue tal; como lo acreditan el número de descendientes que dejo por tierras de Castilla y Aragón. Isabel fue para el aragonés nada más que una palanca en la que apoyarse y una fuente de recursos militares y económicos para lograr sus objetivos en Aragón; única tierra a la que realmente amaba.
Sus últimos y desesperados movimientos para que Fernando lograra coronarse rey de Nápoles, les llevó a realizar los actos más mezquinos; no dudando en sacrificar a sus propios hijos para conseguir la tan preciada corona. Fernando, gran estratega y mejor manipulador de la voluntad de su esposa, sabía cómo llegar hasta su más intima fibra para conseguir lo ambicionado.
Usaron como argamasa de unas interesadas alianzas, a sus hijos: Juan, Isabel, Juana y Catalina. Las bodas concertadas con otros tantos nobles europeos, fueron el armazón para construir una tenaza de influencias que aislara al rey de Francia Carlos VIII.
Sin embargo, el Destino determinó que aquella argamasa, cuyo penúltimo dolor fue el provocar la expulsión de los judíos de Portugal, no resultara tan sólida como las intenciones de sus artífices pretendía. Pronto el baluarte comenzó a desmoronarse; y con él llegó la penitencia del dolor por los pecados cometidos. La primera almena que cayó fue su hijo Juan, Príncipe de Asturias y heredero de las coronas de Castilla y Aragón. Su salud quebradiza, unida a la fogosidad de su esposa y de él mismo, provocó el derrumbe, y con él la primera penitencia de Isabel; quien tuvo que enterrar a su hijo y heredero a con tan solo diecinueve años.
El siguiente baluarte en caer fue, su hija Isabel. Casada a la fuerza con el rey Manuel de Portugal, exigió, y consiguió, que para contraer dicho matrimonio, los judíos radicados en Portugal fueran expulsados de suelo luso. En este caso el Destino impuso una doble penitencia por el grave pecado cometido. La reina de Portugal, murió una hora después de alumbrar a su primer hijo. Hijo y heredero de las coronas de Castilla, Aragón y Portugal, que perdió la vida a los dos años de llegar al mundo. De nuevo el dolor y la decepción llegó a los Trastámara que veían desaparecer a su segunda hija, y esfumarse sus aspiraciones sobre el reino de Portugal. El tercer torreón, construido demasiado lejos de Castilla, en tierras de Flandes, su hija Juana, heredera legitima del trono tras la muerte de sus hermanos, pronto comenzó a resquebrajarse, como consecuencia de la aparición de una "misteriosa" locura, nunca demostrada realmente, que obligó a los reyes a desheredar a Juana de sus legítimos derechos sucesorios sobre las coronas de Castilla y Aragón. Abandonada a su suerte en las lejanas tierras flamencas, casada con un noble mujeriego que no la quería, y del que ella, que nunca conoció el amor, ni tan siquiera el materno, estaba locamente enamorada, derivaron en una suerte de comportamiento estrafalario que muchos tildaron, de manera interesada, de locura. Su aislamiento social, y sus escasas convicciones religiosas, allanaron el camino para que su Católica majestad, la desposeyera de sus derechos dinásticos.
Isabel, estaba sufriendo en carne propia, la penitencia por los pecados cometidos, que tanto dolor provocaron en otros; ya fueran castellanos, judíos o musulmanes, cuyas vidas no dudo en sacrificar para su mayor gloria y la de Jesucristo. Sin embargo, Este no parecía estar demasiado conforme con el uso torticero que de Él se había hecho a lo largo de su reinado. Al final del trayecto, la denominada España, fue engullida por el Imperio de Maximiliano de la mano de su nieto Carlos I. Todo el esfuerzo realizado, y el dolor infligido, no había servido para nada. Un joven flamenco de prominente maxilar, que nada conocía ni de Castilla ni de Aragón, se haría con el gobierno de las tierras del sur.
El resto de la Historia, esa es, otra historia.
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