Sin saberlo ni quererlo hemos sido reclutado para formar un ejército que debe combatir en una singular guerra. Una guerra en la que el enemigo sabemos que existe, pero al que no vemos. Una guerra en el que los soldados deben combatir sin armas contra un enemigo que les ataca de manera discrecional, sin seguir ninguna regla. Todos hemos sido reclutados de manera forzosa sin que se puedan alegar razones de conciencia o estado físico o mental para no hacerlo. No hay posibilidad de ser Objetor de Conciencia. El reclutamiento no ha distinguido clases, sexo, religión o condición social. Todos hemos sido enviados al frente de batalla a luchar en desigual combate.
El enemigo dispara sus armas a discreción. No se fija un objetivo concreto. Sus balas se disparan sin fijar el blanco, y nadie está a salvo de sus impactos. Las heridas que inflige, como en toda contienda, son diverso grado. Unas leves, y otras mortales.
Como en todo ejército ocurre, los soldados afrontan su destino con diferente ánimo. Como en todo ejército ocurre los soldados tienen miedo, y se enfrentan a él de manera dispar. Unos, incapaces de superarlo, se paralizan y permanecen atrincherados tapando sus ojos y oídos para no ver lo que ocurre a su alrededor. Otros, más valientes o temerarios, superan ese miedo, o sencillamente lo ignoran y salen de la trinchera en busca de su destino. Muchos de los que superan el miedo, o al menos lo amortiguan, precisan de la ayuda que a lo largo de los siglos se ha usado en los campos de batalla: el alcohol o las drogas. En todo frente de batalla, puede escasear muchas cosas, desde la munición a los alimentos; pero, nunca ha escaseado el alcohol. Los generales saben lo que aquel significa para desinhibir al soldado y que este combata casi desde la inconsciencia.
En esta lucha en la que nos encontramos combatiendo, existe un denominador común con algunas de las guerras convencionales que la humanidad ha sufrido. Ese elemento común es: la incompetencia de los generales para dirigir a sus tropas; y la nula capacidad para establecer estrategias que permitan aminorar el número de bajas de sus filas.
Unas veces optan por la estrategia de la espera. Atrincherando a sus soldados a la espera de que el enemigo se desgaste. Una estrategia de poco sirve porque el fuego graneado del enemigo penetra los endebles muros de las trincheras. Más adelante, lanzan a las tropas a campo abierto y a pecho descubierto, con la esperanza de que así, se justifiquen como actos de heroísmo las perdidas en vidas humanas de manera inútil.
Como tantos y tantos malos generales que han existido a lo largo de la Historia, no han escuchado las opiniones de sus capitanes, a los que no dudaban en relegar del mando o de fusilar si cuestionaban sus decisiones acusándoles de Alta Traición y fusilándolos al amanecer.
Son esos mismos generales que callan las voces discordante, en el paredón de fusilamiento, considerando que sus críticas son un delito de deslealtad o traición.
Todas las guerras son iguales; y todos los soldados son iguales; sin embargo, los generales que guían a las tropas no son todos iguales. Los hay como los descritos; y existen los grandes generales que son capaces de guiar a sus huestes a la victoria, poniéndose ellos los primeros al frente de los ejércitos. Son esos generales que admiten que su opinión no es necesariamente la mejor; y por ello escuchan a sus capitanes. Son esos generales capaces de ser ellos los primeros soldados que arriesgan la vida. Estos buenos generales gozan de la confianza y de la lealtad de todos sus soldados, y siguen ciegamente sus órdenes en la convicción de que el general, gane o pierda, la batalla, vela por sus vidas, incluso por encima de la victoria.
En este ejército que hemos formado sin quererlo, hay demasiados generales y todos malos. Sus huestes son tratadas de manera diferente por los generales al mando, lo que lleva a que aquellas hayan perdido la confianza en ellos; y no pocos hayan tomado el camino de la deserción, a un a riesgo de que la Policía Militar les detenga y envié a prisión.
Los desertores, prefieren morir o vivir sobre sus propias decisiones; que hacerlo desde la desconfianza que le transmiten sus generales.
La guerra en la que combatimos, posiblemente ganaremos; pero, si ello sucede, no será por le buen hacer de nuestros generales; sino, por la labor de toda la clase tropa que habrá logrado que el enemigo se retire a sus cuarteles de invierno. La victoria no se logrará de manera definitiva; porque, este enemigo nunca podrá ser derrotado. En el mejor de los casos lograremos neutralizarlo en sus posiciones durante un tiempo, y estará a la espera de que se den las condiciones propicias para atacarnos de nuevo.