Una de mis aficiones, es charlar y discutir, con mis amigos,
durante horas, de lo divino y de lo humano.
Cuando no hay por medio impedimentos que tomen la forma de hijos o
nietos, nos gusta sentarnos teniendo enfrente unas cervezas, y algún refresco
"Zero", y darle a la "húmeda" todo lo que podemos.
Ayer fue uno de esos días.
Sin embargo, el día de ayer tuvo un desenlace no previsto:
descubrí que Dios existe. Sí, es cierto, puse fin a la gran polémica que ha
guiado al Hombre a través de los siglos. ¿Cómo llegué a tan extraordinaria
conclusión? Veréis, o mejor dicho, leeréis.
En un momento de la noche, nuestra tertulia se encontraba dividida
en dos. Por un lado las mujeres, nada que ver con la discriminación, y por otro
mi amigo y yo, que en ese momento analizábamos el gravísimo y trascendental
asunto de la eliminación del Real Madrid.
Aunque nuestro tema era apasionante, no lo era tanto como para que
mis oídos no percibieran una expresión dicha por una de las féminas. La palabra
en cuestión, que en un primer momento no entendí, era: " Doble cero".
Interrumpí el análisis de la metedura de pata madrileña, y quise
que me aclararan qué palabra era aquella que había escuchado y qué significado
tenía.
Pronto me sacaron de dudas. "Doble cero" no era el grado
de ningún espía del CNI; "Doble cero" es la denominación que tiene
una de las múltiples sillitas de seguridad que se instalan en los coches para
transporta a los niños más pequeños. Me explicaron cómo eran las mencionadas
sillitas, y los elementos de seguridad de los que están dotados; así como los
rigurosos controles a los que son sometidas para que estén debidamente
homologadas. Porque, no sirve cualquiera. Una sillita de niño no homologada,
acarrea serias sanciones para el despiadado conductor.
Fue en ese momento cuando la Luz llegó hasta mí.
Miré a mi amigo, que a la sazón ya ha superado con creces la sesentena,
y le espeté: " Dios, existe".
La cara de sorpresa de mi amigo y contertulio, fue la que os
imagináis; su pregunta, inmediata, fue:
- ¿Por qué dices eso? Me replicó.
- Tú y yo, somos la prueba irrefutable de ello.
No entendió mi amigo, por qué nosotros éramos la prueba
irrefutable de la existencia de Dios; razón por la que me vi obligado a explicárselo.
Ambos, le dije, hemos recorrido España, en nuestra infancia, de
norte a sur, de este a oeste, subidos en un "Seiscientos" sin sillita
" Doble cero", y estamos aquí, más de sesenta años después.
Nuestros "irresponsables" padres, nos han expuesto al
terrible peligro de la carretera, sin sillitas "Doble cero", primero,
y sin cinturón de seguridad después.
Se han permitido jugar con nuestras vidas, al dejarnos montar en
bicicleta sin casco protector; deslizarnos por las cuestas, subidos en aquellos
artilugios hechos de madera y ruedas de patines de acero sin el consabido
casco, sin coderas, sin rodilleras, ni espinilleras.
Nos han consentido comer altramuces, vulgo " chochos",
bañados en unas aguas que se cambiaban cada cuatro meses. Ingerir, ayudados de
un alfiler, el cuerpo, carnoso y sabroso, de unos caracoles, vulgo
"bígaros" y rechupetear su concha para que nada quedara dentro; todo
ello, si haber sometido los alimentos a los reglamentarios procesos de esterilización,
pasteurización y uperización.
Pero, la prueba definitiva y concluyente de la existencia de Dios,
se producía, año tras año, en las ferias de nuestro pueblo.
Si hemos sobrevivido a los camarones, los cangrejos, a las rodajas
de coco sumergidas en unos baldes de aguas a punto de putrefacción. Si las
bacterias que pululaban por los vasos en los que tomábamos las granizadas de
limón, no han podido con nosotros; ¿qué más pruebas necesitas de la existencia
de un Ser Supremo que guarda de nosotros?
Convencido mi amigo de la certeza de mi descubrimiento, pagamos la
cuenta y nos retiramos a nuestros aposentos.
¡¡¡ Éramos unos hombres nuevos!!!
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