domingo, 25 de marzo de 2018

LO HUMANO

Desde que Walt Disney hiciera “hablar” a los animales, las Sociedades han tendido a la humanización de todo lo que le rodea.
Hablamos con una fotografía, nos enfadamos con un ordenador, y le contamos nuestras cuitas a un cachorro de perro.
Hablamos más con las cosas que con las personas.
En este proceso de humanización, hemos dado “vida” hasta a aquello que no existe; que no es materia ni tan siquiera inorgánica.
Hemos dado vida a simples conceptos abstractos.
Uno de estos términos al que hemos insuflado vida ha sido: El Estado.
¿Qué es el Estado? Pues el Estado es nada. No existe. No es materia tangible.
No se puede tocar, ni medir; es, en el mejor de los casos, una idea, una definición, un seudónimo.
Pues bien, a ese ente se le reconocen valores intrínsecos a la persona, que sólo un ser humano puede poseer.
Cuando una conclusión se obtiene mediante la construcción dialéctica basada en una premisa falsa, aquella no puede dar como resultado más que una falsedad.
Una de esas construcciones falaces es, la que concluye que el Estado español es a confesional. Es decir, que el Estado español no tiene creencias religiosas.
De esta conclusión falaz se infieren toda una serie de características que se otorgan al Estado; pero, que este no puede tener, por ser valores que sólo posee el Individuo.
Para determinar qué actos pueden, o no, ser realizados en la comunidad de personas llamada España, en este caso, en materia de Religión, se acude a esa aconfesionalidad. Falsa premisa que es asumida por un buen número de personas que no dudan en otorgar al Estado esta cualidad humana.
La razón, la voluntad; el amor o el odio; la felicidad o la tristeza son valores morales y sentimientos que únicamente son dados en los seres humanos.
Se limita la enseñanza de un determinado pensamiento filosófico aduciendo a la tan traída y llevada aconfesionalidad del Estado. Una característica que ese propio Estado se contradice a si mismo de continuo, sin que nadie parezca reparar en ello.
Veamos unos ejemplos de cómo el propio Estado, que se declara aconfesional, es el que confirma la falacia.
El primer elemento en el que nos podemos fijar es el más elemental que rige la vida de nuestra Sociedad: el calendario.
Este es una fuente inagotable de evidencias de esta tremenda mentira.
La semana el Estado la divide en días; uno de los cuales es, obligatoriamente, de descanso para todas aquellas profesiones que no impliquen un servicio esencial para la Comunidad. Ese día fijado es: el domingo. Un día que por su origen tiene un marcado carácter religioso. Es el día en el que, según los textos sagrados de la tradición judeo-cristiana, Dios, tras la creación del Hombre y el Universo, descansó.
Un Estado, que se define como aconfesional, no debería tomar como referencia para el descanso semanal de los trabajadores, el día en el que el Dios de los cristianos estableció como aquel debería ser dedicado por los Hombres a glorificarle y ensalzarle. El lunes, el martes, el miércoles, o el jueves; son días sin ninguna connotación religiosa en el mundo occidental.
El Estado, de ser aconfesional, no establecería como días festivos aquellos que el cristianismo marca como referentes de la vida y muerte de Jesucristo, hijo de Dios, para los creyentes; pero lo hace.
En cada pueblo, ciudad, o aldea, se celebra el día de un santo, una santa, un Cristo, o una Virgen. Actos a los que asisten no sólo el pueblo llano en masa, sino que esos homenajes son presididos por aquellos que representan al Estado aconfesional, y a sus ciudadanos.
Hasta los festejos más profanos de nuestras comunidades, se referencian a las celebraciones de una determinada confesión religiosa como es el catolicismo o el cristianismo en general. Ya sean la Feria de Sevilla, o las fiestas de Carnaval.
Ese Estado aconfesional celebra, y por todo lo alto, la llegada al mundo hace miles de años del más grande profeta que ha dado la Humanidad: Jesús de Nazaret. Se honra, oficialmente, su nacimiento, y su muerte, declarándolos festivos en el calendario oficial del país.
Quienes son portadores de los valores morales; quienes profesan unas determinadas creencias, son los ciudadanos integrantes de nuestra Sociedad. Y el comportamiento mayoritario de esa ciudadanía dice, bien a las claras, que no tiene nada de aconfesional.
Son los ciudadanos los que verdaderamente forman el Estado; individuos que son, mayoritariamente creyentes, cuyos sus valores morales están basados en la moral cristiana. Para la inmensa mayoría de los habitantes de la Comunidad llamada España, la Religión, en sus diversas formas e interpretaciones, forman el bagaje cultural que les permite enfrentarse a los problemas cotidianos de la vida y de la muerte.
La mayoría de los Hombres en España cree en un ser superior al que se le denomina Dios, un Ser que trasciende a lo material, y al que se recurre para hacer frente a las debilidades que el individuo tiene.
Cómo alguien osa decir que España es un país aconfesional.
Prohibir en las escuelas la difusión de la Religión Católica; prohibir cualquier tipo de manifestación pública que sea espejo de unas determinadas convicciones religiosas, se puede hacer. Claro, que se puede hacer; pero, desde luego, no con el falso argumento de una estúpida definición de aconfesionalidad de un ente que carece de la faculta de profesar ningún tipo de creencia; porque para tener una creencia, fe, o sentimientos; hay que tener razón, y voluntad.
Quienes ostenten la forma humana de ese Ente, pueden ejercer el poder por medio de la coacción; pero, quienes lo hace son personas, que deciden, unilateralmente, lo que es bueno, y lo que es malo; lo que se puede hacer o no se puede hacer.
Pero, lo que esas personas que usan el poder no podrán hacer jamás es, evitar que el verdadero Estado, que son sus ciudadanos, tengan sus propias creencias.

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