Quienes
me hayáis leído en alguna ocasión sabéis de mi interés por la Historia. Un
interés que nace de la convicción de que en ella está escrito nuestro futuro.
De
la Historia en general, dos partes me interesan en particular: la del siglo XIX
en España, y la que se refiere a la Primera Guerra Mundial, o Gran Guerra, como
es denominada por algunos.
En
estos días tengo entre mis manos un libro que es un breve resumen de ese primer
gran conflicto que superó a todos los vividos por la humanidad hasta entonces.
Es
un libro pequeño; pero, que, en sus pocas páginas, presenta una visión
diferente de lo que fue ese gran drama, no sólo europeo, sino mundial.
En
ese enfoque tan particular que hace el autor, Álvaro Lozano, extraigo una conclusión: La Primera Guerra Mundial
nació de un inmenso absurdo, y la sucesión de otros muchos que se fueron concatenando
como cerezas extraídas de un cesto.
Veamos
algunos.
Absurdo
fue el programar la visita del príncipe heredero de Austria-Hungría a la
capital de Serbia, Sarajevo, en la misma fecha en la que se celebraba en la
ciudad el aniversario de la derrota del pueblo serbio en Kosovo a manos del
Imperio Otomano en 1389. Aquel 28 de junio de tan lejano año, se inició un duro
camino bajo el yugo de Otomano, para el pueblo serbio.
La
visita del heredero al trono de Austria-Hungría en esa desdichada fecha fue
considerada por la facción Manos Negras
como una provocación; y planificaron un atentado contra la comitiva del príncipe
Francisco Fernando, y su esposa Sophie.
Absurdo
fue el error del conductor del vehículo que llevaba a la pareja hasta el
hospital. Un error que situó a los príncipes a menos de un metro de distancia
de uno de los terroristas; lo que le permitió subsanar el error cometido unas
horas antes; y poder culminar, con éxito, el atentado.
Un
atentado que pudo ser perpetrado merced a otros dos comportamientos absurdos:
el bajo perfil que los servicios secretos serbios dieron a la conjura; y la
nula importancia que los mismos servicios austrohúngaros dieron a la
información.
Poco
más de veinticuatro horas duró en Europa el impacto de la noticia; un impacto
bastante escaso, en unos países que preparaban felices y contentos sus
vacaciones de verano, sin que la noticia del atentado les causara la más mínima
impresión.
Pocos
ciudadanos europeos sabían, o conocían, quienes eran los príncipes herederos del
Imperio Austro Húngaro; y por ello no fue más que otro episodio de los que, de
vez en cuando, tenían lugar en algún país del viejo continente.
Durante
más de un mes, nada ocurrió. El verano entró en las vidas de los europeos, y,
los más afortunados dejaron las grandes ciudades, camino de sus lugares de
descanso, sin tener la más mínima noción de que a sus espaldas se estaba urdiendo
la trama de una gran tragedia.
Prusianos
y austrohúngaro, hablaban de cómo vengar las muertes, atribuidas a la
connivencia de los Servicios Secretos serbios, con los terroristas, al tiempo
que los confiados europeos seguían con sus vidas.
Un
nuevo absurdo, se convirtió en el detonante del conflicto. Las palabras de un
representante alemán fueron interpretadas por los delegados del imperio como
que Alemania les daba “carta blanca”
para actuar como quisieran. Con el apoyo del poder militar de los prusianos, los
austrohúngaros se lanzaron a la ofensiva contra Serbia, para hacer pagar con
sangre el agravio sufrido con la muerte del heredero al trono.
Y
a partir de ese momento, se fueron produciendo hechos, y actos, que no fueron
otra cosa que una concatenación de absurdos; que, vistos desde la distancia del
tiempo, resultan incluso comprensibles.
La
juventud europea sufrió una especie de locura colectiva que los llevó a desear
tomar las armas, como si de un juego infantil se tratara.
Exaltados
jóvenes alemanes, franceses, o británicos, llenaban las calles en
manifestaciones, exaltadas por un exacerbado patriotismo, buscando con ansiedad
ser reclutados y enviados al frente de batalla.
Chicos
hubo que, falsificaron documentos, o mintieron respecto a su edad, para lograr
ser movilizados y enviados a los frentes de combate.
Uno
tras otros, los países que, días antes, estaban plácidamente gozando de las vacaciones
estivales, se vieron inmersos en un conflicto. Un conflicto que todos pensaron
sería corto en el tiempo, y de escasa intensidad. Los hechos posteriores, les
demostrarían que, las guerras, como tales, se sabe cuando comienzan; pero, se
ignora cuanto durarán, y las vidas, y haciendas que destruirán.
Un
último absurdo, y no fue el último, nos lo sirve la entrada en la guerra de Australia.
Durante
el fin de año de 1915 dos turcos dispararon contra unos australianos que se
encontraban merendando en el campo. Abatidos por la policía, los ciudadanos
australianos quisieron tomar venganza. Al no encontrar nada lo suficientemente
turco para destrozar, prendió fuego al club alemán de la localidad.
Como
si aquel incendio no hubiera sido suficiente, el obispo de Sídney puso su
granito de arena, con unas incendiarias palabras que llevaron a declarar la
guerra al Imperio Otomano por parte de Australia.
El
denominado efecto mariposa, se produjo. Un hecho ocurrido a miles de kilómetros
de distancia, en un país desconocido para los australianos, sobre personajes
aún más desconocidos; provocó que, países tan dispares como el otomano, y el
australiano, entraran en guerra.
Una
absurda reyerta de barrio llevó a que, en la batalla de Gallipoli, perdieran la vida más de siete mil soldados australianos.
Si
toda guerra es absurda, si ese conflicto nace y crece por hechos absurdos; es
doblemente triste.
Trece
millones de muertos absurdos, lo corroboran.