Cuando
ocurre un hecho desgraciado que afecta a una población entera, un impulso de
solidaridad se desata.
Todos
acuden raudos y veloces para echar una mano en lo que se pueda, y ayudar; algo
que es siempre encomiable, y digno de alabanza.
Sin
embargo, llega el día después. Ese
día comienza la verdadera realidad de los afectados por la tragedia.
Qué
hacer cuando lo has perdido todo. A qué puerta llamar cuando nada de lo que era
tu vida queda en pie.
Cuando
desaparecen las cámaras, y los micrófonos; cuando los políticos de turno han
hechos sus promesas de ayudas para los afectados, la más cruel realidad aparece
en forma de burocracia.
Con
la misma ropa que pudiste salvar del desastre comienza la lucha contra un enemigo
invencible: el funcionario.
Después
de horas de espera, te llega el turno. Sin fuerzas ni ánimos para nada
comienzas a responder a las preguntas de quien está al otro lado de la mesa.
Tras ello te da un impreso para que respondas a una serie de cuestiones, y
acredites documentalmente los daños que en tus bienes has sufrido.
Debes
comenzar por demostrar que tú eres tú, y que tienes derechos legítimos sobre
los enseres que han quedado destrozados.
Hundido
en la desesperación al tener tu vida, y la de los tuyos, destrozada, lloras de
rabia y de impotencia al no saber qué hacer. Cómo saldrá adelante tu familia;
sin casa, sin ropa, sin negocio, sin nada. Únicamente te quedan tus manos.
Confías
en que con las ayudas que te han prometido, puedas iniciar una nueva vida,
intentando reconstruir todo lo perdido.
Sin
embargo, pronto la cruel realidad te irá abriendo poco a poco los ojos, y
comprenderás que estás solo; que no debes esperar la ayuda de nadie; porque
todo aquello que ocurrió en el día de la desgracia, el día después ha desaparecido.
Todos
se han retirado a sus quehaceres; porque, la
vida sigue.
En
ese continuar la vida, pasarán a tu lado, te darán un golpecito en la espalda,
y te dirán las frases que se han acuñado a lo largo de los siglos para salir
cordialmente del paso. Te dirán “Ánimo,
verás como todo se arregla. Dios aprieta, pero no ahoga. Siempre que se cierra
una puerta, se abre una ventana”.
Tendrás
que decirle a tu hijo que no puede seguir estudiando en la Universidad, porque
el negocio que era el sustento de la familia ha desaparecido bajo las aguas, o
destruido por un terremoto, o un incendio.
Pero,
como la vida sigue, las facturas de los proveedores hay que pagarlas; la
hipoteca que nos dio el banco para comprar la nave, y mejorar el negocio, hay
que pagarla; porque de lo contrario perderás lo poco que te queda.
En
esta situación, solo queda una salida: recurrir a la familia para que, en la
medida de sus posibilidades, remedie en parte tu desgracia, y la de los tuyos.
Al
dolor de haber perdido todo lo material, se une la pérdida de todos aquellos
recuerdos que has ido atesorando a lo largo de tu vida.
Aquellos
libros que fuiste comprando poco a poco; los álbumes de fotos que de vez en
cuando te gustaba ojear junto a tu mujer, o tus hijos; aquella colección de cualquier
cosa que con paciencia fuiste formando; todo ello habrá desaparecido de tu
vida.
Sólo
te queda la esperanza de que sea cierto lo que te dijeron de la ventana. Una ventana por la que pueda entrar un rayo de esperanza.
En
mi recuerdo está una de las últimas tragedias que azotaron la población de
Lorca. Una ciudad devastada por un brutal terremoto que echó por tierra un gran
número de sus edificaciones.
Siete
años han transcurrido desde aquel fatídico día, y , aún, cientos de familias no
han podido encontrar un hogar, y hasta hace no mucho, han tenido que vivir en
improvisados campamentos.
Hasta
los monjes franciscanos han tenido que abandonar localidad por los daños
sufridos en el convento, y la tardanza en su reparación.
Siete
años después las Administraciones de todo tipo sigue sin ponerse de acuerdo en cómo
gestionar las ayudas prometidas; y las compañías de seguros se resisten a hacer
frente a sus obligaciones, poniendo todo tipo de trabas.
Es
el “la vida sigue” que viene el día después.
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