domingo, 22 de abril de 2018

LA VELOCIDAD


El Hombre del siglo XXI vive deprisa, muy deprisa. La velocidad es su esclavitud. Es el moderno negrero¸ que le acucia con su látigo infernal.
El Hombre del siglo XXI no tiene tiempo para la reflexión sosegada respecto a todo aquello que le rodea en su vida cotidiana.
Necesita que toda vivencia se produzca de manera rápida; porque, dice, “no tiene tiempo que perder”.
Las nuevas tecnologías se han convertido en el gran valedor de esta forma de vida, y no pocos la han aprovechado para poner en practica sus estrategias de propaganda, con el claro objetivo de envilecer a los individuos; pues toda propaganda, no persigue otro objetivo que el de manipular las conciencias de los individuos hacia los que se dirige.
La propaganda aleja las razones de la búsqueda de la verdad, unas conciencias que cada día se encuentran más alejadas de sus propias creencias.
El Hombre del siglo XXI presume de no creer en nada; sin darse cuenta de que, en derredor suyo se van forjando pequeñas idolatrías, dando lugar a fetiches que por su infantilidad resultan grotescos.
Uno de estos fetiches es el que se ha dado en denominar Nuevas Tecnologías, que han dejado de ser un medio para lograr un fin, para convertirse en un fin en sí mismo.
El Hombre, cada vez más, se aleja de sus propias funciones, dejandose seducir por aquellos elementos que tienen sobre él una acción coercitiva. Y no me refiero exclusivamente a los que he denominado elementos de propaganda. Aquí tienen cabida los que podríamos denominar añadidos publicitarios, o pseudoartísticos.
A su rebufo, los impostores crecen como las setas en otoño, produciendo con su propaganda el envilecimiento del dialogo, y la discusión sosegada.
No se busca en el dialogo la verdad, se busca la derrota del adversario. Para ello el método no es nada complicado. Únicamente es necesario pegarle una etiqueta, arrojándole a la cara, como si de un frasco de acido se tratara, una acusación rotunda; sin matices. El vilipendiado, o etiquetado, sorprendido por el ataque se declarará culpable, lo sea, o no lo sea. Algo que deja de ser relevante.
Todas estas acciones eliminan de raíz los matices algo que es consustancial con el sentido de la verdad. Una verdad que muere victima de la asfixia de las pasiones más sectarias.
Existe, y podemos verlo, oírlo, y leerlo cada día, una simbiosis perfecta entre propaganda y sectarismo.
Los tergiversadores de la verdad, lo propagandistas, beben todos ellos de la misma fuente: el resentimiento.
Un resentimiento, en ocasiones, inconcreto; fruto de una insatisfacción personal, imposible de refrenar. Otras ese resentimiento, no es otra cosa que sed de venganza.
Sin embargo, aunque un gran número de personas tengan sus opiniones moldeadas, como si de arcilla se tratara, por esa propaganda que tiente sus tentáculos por los cinco continentes, merced a las nuevas tecnologías, existe otro número, no menor, que reacciona de manera sana exenta de contaminaciones provocando el desmoronamiento de las mentiras y falsedades, induciendo la aparición de la verdad.
La propaganda que todo lo inunda, unida a velocidad que impregna la vida los individuos, propicia el aumento de las ideas más sectarias, su propagación, y su aceptación. Una aceptación, que surge de la creciente pereza, y del paulatino letargo en los que se encuentra el Hombre del siglo XXI.
El único camino para que el Hombre del siglo XXI se recupere de esa pereza y despierte de ese letargo, es el regreso a la búsqueda de su yo interior, a través del recogimiento, que le aleje de las interesadas propagandas que le alienan, y hacen que deje de ser dueño de su destino. Y lo que es mucho más grave, que le alejan de la búsqueda de la verdad.
El Hombre del siglo XXI para recuperar la Libertad que le han quitado, debe retornar al camino de la calma, y el sosiego; alejándose a distancia prudencial de sus dos grandes enemigos: la prisa, y la velocidad.
Subidos en el Tren de alta velocidad en el que han convertido su vida, no pueden apreciar la belleza del paisaje que les rodea. Y lo que es más triste aún: no puede ver como se marchita su propia vida, agostada por la moda imperante en nuestro siglo, que es la tendencia a no creer en nada.
Las nuevas tecnologías, y su influencia en nuestras vidas, están creando una superestructura artificial de la que muchos ya no pueden prescindir.
Cada vez más, la vida va perdiendo el sentido de ser un don que transmitimos, para entenderla como una fatalidad; lo que nos lleva, indefectiblemente, a la desesperanza.

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