Que somos un país de papanatas, estoy convencido.
Que somos un país de cursis, cristalino.
Que somos un país, sin identidad, pocos lo discuten.
En nuestro devenir autodestructivo, el idioma de Cervantes ha formado
parte esencial de la estrategia.
En la endogamia suicida en la que hemos caído, se busca y se
rebusca en archivos y lugares con el único objetivo de encontrar vocablos, más
o menos desconocidos, y convertirlos en Idioma Oficial del Lugar.
Sobre esos vocablos, más o menos desconocido, se construye una
nueva Historia del lugar, y se mete, a “sangre y fuego”, en las cabezas de los
más indefensos.
No contentos con despreciar la lengua castellana en favor de
dialectos que nadie habla, hemos abierto nuestras fronteras para que nos
invadan anglicismos sin cuento.
Como si de una inmensa mancha de aceite se tratara, los “palabros”
anglosajones se cuelan por las rendijas de nuestros, escasamente poblados, cerebros
para construir una especie de engendro gramatical que algunos ya han bautizado
como “spanglish”; un engendro más que añadir al cúmulo de ellos que nos rodean
y nos asedian.
Cualquier analfabeto funcional que pulula por nuestras plazas y
calles, hace alarde de una “cultura” anglosajona que echa para atrás.
Quien con dificultades puede leer el cartel que anuncia “Carga y
descarga” alardea de hacer “running” (no sé si se escribe así).
Frente a él, un coleguita, de parecidas luces, presume de ser un “coaching”
(tampoco sé si se escribe así).
Como loros que repiten lo oído, sin saber lo que dicen, sus
lenguas pronuncian todo tipo de anglicismos sin saber por qué razón lo hacen.
Es lo nuevo, lo guay, lo que se lleva.
Mientras a London, la denominamos Londres, o a New York, Nueva
York, castellanizando lo inglés; las palabras castellanas, o españolas, las
derivamos al inglés.
A un corredor, le llamamos “runner”; y a un entrenador “coach”.
Pero no son los analfabetos funcionales los responsables de esta
nefasta situación; ellos únicamente repiten, como loros, lo que se les sirve a través
de ese aluvión de información que son los llamados “Medios”.
Y aquí ya no sirve el calificativo de analfabetos funcionales;
porque como el valor en la “mili” se supone que saben leer, y que comprenden lo
que leen. Aunque bien pensado, no sé si es mucho suponer.
En su machacona cruzada por destrozar la lengua que hablan
quinientos millones de personas, repiten una y otra vez, con palabras, dichas o
escritas, todo tipo de barbarismos lingüísticos.
Al tiempo que la lectura ha dejado de formar del bagaje cultural
de muchos de nosotros, fijamos nuestras miradas y nuestros “pensamientos” en
esos maléficos artilugios con pantallas, sobre los que NO escribimos.
Se comenzó generando un denominado “lenguaje del móvil”, que fue
uno de los hechos más dañinos para nuestro idioma, y para la Cultura general de
jóvenes, y no tan jóvenes.
Aquellos jeroglíficos, en un mundo de vagos, parecía un “trabajo”
demasiado duro al tener que pulsar varias veces un teclado para escribir una “palabra”.
Escribir “xq” para preguntar ¿Por qué? Era algo demasiado penoso.
Los “salvadores” del mundo de la Lengua, pronto pusieron remedio a
tan arduo trabajo, y crearon los “emoticonos”.
El “emoticono” es a la Cultura contemporánea, lo que el
jeroglífico a la Cultura egipcia. Un único símbolo nos permite expresar una
idea.
A diferencia de los jeroglíficos egipcios, que había que escribir
o esculpir; el “emoticono” es mucho más amable, y sencillo; pones el dedito en
el simbolito, y ya está.
De esta manera, atacada por todos los frentes, la lengua de
Cervantes, se va deshaciendo hecha girones; perdiendo batalla tras batalla, en
su desigual lucha contra el entorno que la rodea.
Quizás, Alonso Quijano no estaba tan descaminado al confundir con
Gigantes, los Molinos de Viento.
Tampoco descarto que “El manco de Lepanto”, además de un enorme
hombre de letras, fuera un visionario, y un perfecto conocedor del espíritu de
los españoles. Un espíritu voluble, quebradizo ante las influencias externas, y
un espíritu destructivo de lo nuestro.
Deberé releer, una vez más, El Quijote, y buscar en él, las
señales premonitorias de D. Miguel sobre el futuro de España, y el
comportamiento de los españoles.
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