El
Hombre del siglo XXI vive deprisa, muy deprisa. La velocidad es su esclavitud.
Es el moderno negrero¸ que le acucia
con su látigo infernal.
El
Hombre del siglo XXI no tiene tiempo para la reflexión sosegada respecto a todo
aquello que le rodea en su vida cotidiana.
Necesita
que toda vivencia se produzca de manera rápida; porque, dice, “no tiene tiempo que perder”.
Las
nuevas tecnologías se han convertido
en el gran valedor de esta forma de vida, y no pocos la han aprovechado para
poner en practica sus estrategias de propaganda, con el claro objetivo de envilecer
a los individuos; pues toda propaganda, no persigue otro objetivo que el de
manipular las conciencias de los individuos hacia los que se dirige.
La
propaganda aleja las razones de la búsqueda de la verdad, unas conciencias que
cada día se encuentran más alejadas de sus propias creencias.
El
Hombre del siglo XXI presume de no creer en nada; sin darse cuenta de que, en
derredor suyo se van forjando pequeñas idolatrías, dando lugar a fetiches que por su infantilidad
resultan grotescos.
Uno
de estos fetiches es el que se ha dado en denominar Nuevas Tecnologías, que han dejado de ser un medio para lograr un
fin, para convertirse en un fin en sí mismo.
El
Hombre, cada vez más, se aleja de sus propias funciones, dejandose seducir por
aquellos elementos que tienen sobre él una acción coercitiva. Y no me refiero
exclusivamente a los que he denominado elementos de propaganda. Aquí tienen cabida los que podríamos denominar añadidos
publicitarios, o pseudoartísticos.
A
su rebufo, los impostores crecen como las setas en otoño, produciendo con su
propaganda el envilecimiento del dialogo, y la discusión sosegada.
No
se busca en el dialogo la verdad, se
busca la derrota del adversario. Para ello el método no es nada complicado. Únicamente
es necesario pegarle una etiqueta, arrojándole
a la cara, como si de un frasco de acido se tratara, una acusación rotunda; sin
matices. El vilipendiado, o etiquetado, sorprendido por el ataque se declarará
culpable, lo sea, o no lo sea. Algo que deja de ser relevante.
Todas
estas acciones eliminan de raíz los matices
algo que es consustancial con el sentido de la verdad. Una verdad que muere
victima de la asfixia de las pasiones más sectarias.
Existe,
y podemos verlo, oírlo, y leerlo cada día, una simbiosis perfecta entre propaganda
y sectarismo.
Los
tergiversadores de la verdad, lo propagandistas, beben todos ellos de la misma
fuente: el resentimiento.
Un
resentimiento, en ocasiones, inconcreto; fruto de una insatisfacción personal,
imposible de refrenar. Otras ese resentimiento, no es otra cosa que sed de
venganza.
Sin
embargo, aunque un gran número de personas tengan sus opiniones moldeadas, como
si de arcilla se tratara, por esa propaganda que tiente sus tentáculos por los
cinco continentes, merced a las nuevas
tecnologías, existe otro número, no menor, que reacciona de manera sana
exenta de contaminaciones provocando el desmoronamiento de las mentiras y
falsedades, induciendo la aparición de la verdad.
La
propaganda que todo lo inunda, unida a velocidad que impregna la vida los
individuos, propicia el aumento de las ideas más sectarias, su propagación, y
su aceptación. Una aceptación, que surge de la creciente pereza, y del paulatino letargo
en los que se encuentra el Hombre del siglo XXI.
El
único camino para que el Hombre del siglo XXI se recupere de esa pereza y despierte de ese letargo, es el regreso a la búsqueda de
su yo interior, a través del recogimiento, que le aleje de las
interesadas propagandas que le alienan, y hacen que deje de ser dueño de su destino.
Y lo que es mucho más grave, que le alejan de la búsqueda de la verdad.
El
Hombre del siglo XXI para recuperar la Libertad que le han quitado, debe retornar
al camino de la calma, y el sosiego; alejándose a distancia prudencial de sus
dos grandes enemigos: la prisa, y la velocidad.
Subidos
en el Tren de alta velocidad en el
que han convertido su vida, no pueden apreciar la belleza del paisaje que les
rodea. Y lo que es más triste aún: no puede ver como se marchita su propia vida,
agostada por la moda imperante en nuestro siglo, que es la tendencia a no creer
en nada.
Las
nuevas tecnologías, y su influencia
en nuestras vidas, están creando una superestructura artificial de la que
muchos ya no pueden prescindir.
Cada
vez más, la vida va perdiendo el
sentido de ser un don que transmitimos,
para entenderla como una fatalidad;
lo que nos lleva, indefectiblemente, a la desesperanza.