Uno de los refranes más antiguos de nuestro rico acervo cultural,
es aquel que dice:
“Muerto
el burro, la cebada al rabo”
¿Qué quiere decir este extraño aforismo? Remontémonos a la leyenda
popular.
Cuenta esta que en un pueblo, de cuyo nombre nadie se acuerda, un
agricultor, bastante bruto, hacía trabajar a su asno de sol a sol, sin darle el
alimento necesario para reponer sus maltrechas fuerzas.
Un buen día, el maltratado animal, cayó muerto en la calle, con
gran consternación de su amo, que intentaba reanimarlo, dándole todo tipo de
agua y alimento.
Un vecino, que era conocedor de la escasa pitanza que recibía el
asno, le dijo al compungido hortelano:
“Échale, cebada al rabo, a
ver si resucita”
La moraleja de esta historia es, que cuando actuamos fuera de
tiempo, las cosas, ya, no tienen solución.
La vieja expresión, tiene aún vigencia en nuestros días, y toma
formas mucho más crueles, a las que se les pueden dar, sin temor a equivocarnos,
el calificativo de: Hipocresía.
Todos nosotros hemos vivido, de una manera o de otra, la
experiencia de asistir a la muerte de alguien, y contemplar la gran
parafernalia que se orquesta alrededor del desaparecido, con muestras, en
muchos casos, de un fingido dolor.
Fallecido alguien, desde las cuatro esquinas, surgen deudos
desconocidos que ignoraron mientras vivió las necesidades que el que nos ha
abandonado pudiera haber tenido.
Son conmovedoras las escenas de “dolor” que se producen delante del cuerpo inánime del desaparecido.
Palabras vacías dichas de corrido; besos, más falsos que el de
Judas; y abrazos, con golpes en la espalda capaces de fracturas costillas.
Esa representación teatral, dura unos pocos minutos; los justos
para “cumplir” con nuestro deber social.
Pasado el trámite, buscamos un corrillo, al que sumarnos para
entretener el tiempo que el “decoro social”
nos exige.
Mientras hablamos de la última renovación del jugador de moda,
miramos el reloj para comprobar el tiempo que ha transcurrido desde que dimos
nuestro “sentido pésame”.
Cuando nuestro reloj nos dice que ya está acabado el trámite,
repetimos, ahora de forma mucho menos “dolorosa”,
el ritual de reiterar nuestras condolencias.
Pero, ¿dónde estábamos cuando la persona cuya muerte nos ha
provocado tanto “dolor” consumía sus días en la soledad de su casa, de
un geriátrico, o de un hospital?
Lejos, muy lejos de ella; física, y mentalmente.
Nunca nos acercamos para darle unos momentos de compañía; hablar
con ella, y regalarle esos bombones que le sientan tan mal para la diabetes.
Pero,… cuando su vida se extingue, sacamos de nuestras “alforjas” las reservas de hipocresía;
esa que todos tenemos en abundancia, y la esparcimos a manos llenas alrededor del
cuerpo sin vida. Por supuesto, buscando el momento más propicio para que
nuestra “pena” pueda ser percibida
por el mayor número de espectadores posibles.
Qué gran actuación es aquella que logra que unos días después, en cualquier
cola de supermercado, o peluquería, alguien diga:
-En el pésame de fulano/a,
vi a menganito/a muy afectado/a. No sabía que tenían tanta amistad”
Nos comportamos, como el rústico hortelano.
Cuando era necesario proporcionar la “cebada” del cariño y la amistad; no lo hicimos.
Cuando ya el “burro” ha
muerto, no hace falta que se le dé ningún tipo de “cebada”.
Al rural aforismo se le podría añadir, como corolario, aquel otro,
no menos cierto, que afirma:
“A
buenas horas, Mangas Verdes”
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