Allá por los años cincuenta del pasado siglo, concluida en España
la denominada etapa de la “Postguerra”,
la situación económica de la mayoría del país era extraordinariamente difícil
de sobrellevar.
Extensas zonas del país, profundamente ruralizadas, presentaban
escasas posibilidades de salir de la miseria en la que se encontraban.
Sólo unas pocas regiones daban signos de comenzar una incipiente
recuperación, y un desarrollo industrial digno de tal denominación.
Mientras, en zonas como Andalucía, Castilla, o Extremadura la
agricultura, y una escasa ganadería, eran las fuentes de riqueza. Un agro
pobre, descapitalizado, y carente de mecanización, únicamente generaba hambre y
miseria. En ellas no había futuro, ni para los padres, ni para los hijos.
Con sus rostros marcados por la miseria y el duro trabajo de sol a
sol; con sus manos encallecidas de labrar la tierra de otros; y en su inmensa
mayoría analfabetos; no tuvieron otra opción que meter sus escasas pertenencias
en las maletas de cartón, y subir al duro tren de emigración.
Cuatro fueron los destinos principales a los que se dirigieron
esas denominadas sociológicamente “corrientes
migratorias”. Europa, Cataluña, Vascongadas, y la capital de España.
Cada uno de esos destinos iba a presentar unas características diferentes
a las que tuvieron que enfrentarse los hombres y mujeres que dirigieron sus destinos
hacia ellos.
Quienes eligieron cruzar los Pirineos tuvieron que desafiar
múltiples dificultades para las que no estaban preparados. Diferentes culturas,
idiomas imposibles de entender, y hasta religiones distintas a la que habían conocido
desde su infancia. Y como corolario de todo ello, el ser tratados como burros de carga en no pocas ocasiones, con
el rechazo de los oriundos de los países en los que recalaron.
Quienes prefirieron no abandonar nuestra tierra caminaron con sus
hatillos hasta Cataluña, Vascongadas, y Madrid, en la creencia de que al estar
en España su suerte sería diferente a la que les esperaba a los que cruzaron el
macizo montañoso.
Pronto se dieron cuenta de que su situación no iba a distar mucho
de la sufrida en Alemania, o en Suiza.
Quienes bajaron de los trenes en las Vascongadas, o Cataluña
comenzaron a saber que la vida no les iba a ser nada fácil. Pronto fueron “marcados” para ser diferenciados de los
lugareños de ambas zonas. A unos les asignaron el calificativo de” Maquetos” y los otros les sellaron con el
apelativo de “Charnegos”. En ambos
casos la traducción popular de ambos vocablos era la de “Los parias”.
Aquel viaje, que era un viaje sin retorno, definió de manera, casi
cruel, la deriva social de los emigrantes. No existía más solución que llevar a
cabo un proceso de acercamiento y simbiosis para intentar borrar de sus
espaldas el Sambenito” de “Maqueto” o de “Charnego”.
Se imponía con urgencia la adaptación al medio. Integrarse en el
grupo social que les rechazaba, y que en buena media les había recluido en una
clase de “ghetos en los que
desarrollaban sus vidas.
Los más mayores se resignaron a no perder sus señas de identidad,
y mataban la nostalgia de sus lares, con la creación de las denominadas “Casas de…” Allí, entre gazpachos, y
manzanillas; paellas, y tortillas de patata trataban de mantener vivas las
esencias de su tierra, a la espera de que llegara el día, si la fortuna les sonreía,
de regresar a la tierra que años antes los vio partir.
Pero sus hijos, tenían una visión muy diferente de lo que debía
ser su futuro. Avergonzados de sus orígenes, renegaron de ellos, y de toda la
estirpe que eran sus señas de identidad como grupo étnico y social.
Con los más “fuertes
abrasivos” que había en el mercado, restregaron cuerpos y mentes para
borrar el más minúsculo vestigio de delataran sus orígenes; y así “limpios del “Pelo de la Dehesa” se
presentaron ante la Burguesía dominante
dispuestos a ser sus “Meretrices”
para lo que quisieran mandar.
Y esa “Burguesía dominante”
nunca saciable de dinero y de poder, fingió acogerles en su seno, dando
palmadas en el hombro a los nuevos Jordis,
Pere; o Mercé; los Patxi. o las Izaskun
Mordido el anzuelo, las “nuevas
tropas” de la “Burguesía dominante”
fueron debidamente reeducadas. Un nuevo idioma, y una nueva historia
debidamente aderezada con ignominias de todos los colores, determinaron la
conciencia de los que, sin ellos saberlo, seguían siendo “Charnegos” y “Maquetos”.
Mejor suerte tuvieron los que recalaron en la capital de España.
Cuando se bajaron del tren, nadie colgó en sus espaldas ninguna clase de Sambenito; nadie les apartó de sus
maneras de vivir; nadie les dijo qué idioma tenían que hablar; y por supuesto
nada les obligo a tener que renegar de la tierra de la que provenían.
No tuvieron necesidad de realizar ningún proceso simbiótico para
poder desarrollar sus vidas. Sus hijos y sus nietos pudieron seguir llamándose
Paco, Manuel, o Ernestina.
Nunca de sus labios salieron palabras de desprecio y odio hacia
aquellos que no eran de Madrid. Porque de Madrid, no hay nadie. En Madrid, no
se odia. En Madrid nadie dice que los españoles les robamos. En Madrid, hay
mucha gente; demasiada para mí; pero Madrid no ha rechazado a nadie por ser de Jaén,
de Sevilla, de Cáceres, o de Badajoz. Ni les ha obligado a rotular en sus
pequeños negocios de otra manera que no fuera la que ellos quisieran.
“Casa Juana: comidas caseras”.
Nadie le denuncia por poner a su taberna el nombre de la abuela
que se quedó en Córdoba.
Porque en Madrid, no hay más hecho
diferencial que el ser guapo, feo, alto, o bajo. Ser del Real Madrid, o del
Atlético, es a lo más diferencial que se llega.
Estupenda y acertada reflexión. Es exactamente lo que ha pasado.
ResponderEliminarDesgraciadamente ha sido así.
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