Uno
de los mayores fracasos de nuestra democracia ha sido el no haber sabido mantener
un sistema de enseñanza de calidad; algo que pocos discuten.
Con
la llegada de aquella, quienes fueron elegidos para gobernarnos, fuera cual
fuera su color político, han trabajado con ahínco para construir un edificio
carente de cimientos; y no sólo en el aspecto metafórico.
Todo
comenzó con el uso de la Universidad como elemento de captación de voluntades,
y de callar la boca a las fuerzas vivas
localistas más beligerantes.
España
fue inundada de Campus Universitarios en los lugares más dispares. En cualquier
esquina se montó un chiringuito universitario
para mayor gloria de alcaldes y concejales.
Esa
estrategia alocada y nefasta, había que justificarla llenando los miles de
aulas que menudeaban, y menudean, por España con otros tantos miles de estudiantes.
La única forma de cumplir el objetivo era abrir las compuertas que retenían, hasta ese momento, la afluencia masiva de
jóvenes. Nadie quería que, por un quítame allá unas notas, los miles de aulas,
creadas artificialmente, aparecieran vacías.
Las
mentes calenturientas que propiciaron el desafuero hicieron lo peor que se
podía hacer: dejar el libre acceso a la Universidad a todo hijo de vecino.
Muchachos, casi ignorantes, comenzaban sus carreras iniciando un calvario de
fracasos y abandonos. Y de nuevo se uso la peor estrategia: reducir el nivel de
exigencia en las aulas para que los jóvenes estudiantes no salieran por la misma
puerta que habían entrado. Algo que chocó con la voluntad de los docentes
reacios a implantar niveles de calidad de guardería.
Es
en ese momento cuando se aplicó lo que nunca ha fallado en España: politizar la
Universidad, transfiriendo las competencias de su gestión a las Comunidades
Autónomas.
Rectores
y decanos, afectos al partido gobernantes, ocuparon los rectorados y decanatos
para que se aplicaran las nefastas normas que hoy rigen.
Allá
por el año 1969 marché a Salamanca para cursar el llamado Preuniversitario; un paso imprescindible para poder acceder a la Universidad.
Era aquel un duro reto ante el cual docentes y alumnos sabíamos lo que nos jugábamos.
Los primeros tenían la obligación de formarnos a conciencia para poder
presentarnos ante el tribunal de catedráticos que nos darían el pasaporte, o nos negarían el visado, para poder cruzar las puertas de
los Campus de España.
Aquel
era un filtro de fina urdimbre que sólo dejaba pasar a quienes había acreditado
suficientes conocimientos. Los dos grupos de pruebas que había que superar, realizados
ante graves y poco simpáticos catedráticos, enviaba al alumno un mensaje claro
con las calificaciones que se obtuvieran. Si estas no habían sido como para tirar cohetes, el libro azul que
recogía nuestra vida como estudiantes, nos decía de manera indubitable lo que
deberíamos hacer en el futuro:
-“Muchacho, has pasado; pero, piensa bien
dónde te metes. Antes de matricularte
en una carrera, por mucho que te guste, mira si con tus conocimientos podrás
lograr el objetivo que te has propuesto.
Este
mensaje era captado por muchos que redujeron sus expectativas para no ir
abocados al fracaso.
Todos
sabíamos lo que implicaba subir las escaleras de una Facultad. Tú, y sólo tú,
deberías enfrentarte a una treintena de catedráticos que te iban a exigir el máximo
de esfuerzo, y que no se pararían a pensar si tenías conocimientos o no.
En
mi opinión, siempre es mejor que te quedes a un lado del muro del Campus, a
que, una vez dentro, te des cuenta de que tu bagaje cultural no alcanza para
culminar los estudios, por muy laxa que sea la política de calificaciones.
Hoy,
muchos de los que han salido de nuestras facultades, no realizan los trabajos
para los que fueron formados por varias razones. Una de ellas es la convicción
de que han salido de las facultades sin una formación que les permita
enfrentarse al día a día de una empresa, o un puesto de responsabilidad.
En
estos días he tenido conocimiento del número de aspirantes a unos pocos puestos
de celadores del Servicio Extremeño de Salud. La cifra es, sencillamente,
escalofriante: TREINTA Y CUATRO MIL.
¿Cuántos
de ellos tendrán colgados de las paredes de su casa un título de licenciado? No
lo sé; pero, intuyo que un número bastante considerable.
Haber
pasado por la Universidad supone un esfuerzo personal y colectivo grande para
que, al final del camino, todo ese esfuerzo y dinero sólo sirva para hacer
trabajos de baja cualificación.
Es
de suponer que el componente de frustración y decepción que acompaña a muchos
de ellos debe ser importante.
Quizás
si el filtro de entrada al Campus hubiera sido más espeso la frustración y la
decepción, no serían tantas. Sin embargo, nadie parece interesado en remediar
este estado de cosas, y el montante de licenciados que no saben que hacer cuando
terminan sus estudios, crece de manera exponencial. Y aquella puerta que se les
abrió de manera irresponsable, es la llave para que puedan abrir la puerta de
la emigración.
Me lo has quitado de la boca , Gelito.
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