jueves, 14 de febrero de 2019

EL CAMPUS


Uno de los mayores fracasos de nuestra democracia ha sido el no haber sabido mantener un sistema de enseñanza de calidad; algo que pocos discuten.
Con la llegada de aquella, quienes fueron elegidos para gobernarnos, fuera cual fuera su color político, han trabajado con ahínco para construir un edificio carente de cimientos; y no sólo en el aspecto metafórico.
Todo comenzó con el uso de la Universidad como elemento de captación de voluntades, y de callar la boca a las fuerzas vivas localistas más beligerantes.
España fue inundada de Campus Universitarios en los lugares más dispares. En cualquier esquina se montó un chiringuito universitario para mayor gloria de alcaldes y concejales.
Esa estrategia alocada y nefasta, había que justificarla llenando los miles de aulas que menudeaban, y menudean, por España con otros tantos miles de estudiantes. La única forma de cumplir el objetivo era abrir las compuertas que retenían, hasta ese momento, la afluencia masiva de jóvenes. Nadie quería que, por un quítame allá unas notas, los miles de aulas, creadas artificialmente, aparecieran vacías.
Las mentes calenturientas que propiciaron el desafuero hicieron lo peor que se podía hacer: dejar el libre acceso a la Universidad a todo hijo de vecino. Muchachos, casi ignorantes, comenzaban sus carreras iniciando un calvario de fracasos y abandonos. Y de nuevo se uso la peor estrategia: reducir el nivel de exigencia en las aulas para que los jóvenes estudiantes no salieran por la misma puerta que habían entrado. Algo que chocó con la voluntad de los docentes reacios a implantar niveles de calidad de guardería.
Es en ese momento cuando se aplicó lo que nunca ha fallado en España: politizar la Universidad, transfiriendo las competencias de su gestión a las Comunidades Autónomas.
Rectores y decanos, afectos al partido gobernantes, ocuparon los rectorados y decanatos para que se aplicaran las nefastas normas que hoy rigen.
Allá por el año 1969 marché a Salamanca para cursar el llamado Preuniversitario; un paso imprescindible para poder acceder a la Universidad. Era aquel un duro reto ante el cual docentes y alumnos sabíamos lo que nos jugábamos. Los primeros tenían la obligación de formarnos a conciencia para poder presentarnos ante el tribunal de catedráticos que nos darían el pasaporte, o nos negarían el visado, para poder cruzar las puertas de los Campus de España.
Aquel era un filtro de fina urdimbre que sólo dejaba pasar a quienes había acreditado suficientes conocimientos. Los dos grupos de pruebas que había que superar, realizados ante graves y poco simpáticos catedráticos, enviaba al alumno un mensaje claro con las calificaciones que se obtuvieran. Si estas no habían sido como para tirar cohetes, el libro azul que recogía nuestra vida como estudiantes, nos decía de manera indubitable lo que deberíamos hacer en el futuro:
-“Muchacho, has pasado; pero, piensa bien dónde te metes. Antes de matricularte en una carrera, por mucho que te guste, mira si con tus conocimientos podrás lograr el objetivo que te has propuesto.
Este mensaje era captado por muchos que redujeron sus expectativas para no ir abocados al fracaso.
Todos sabíamos lo que implicaba subir las escaleras de una Facultad. Tú, y sólo tú, deberías enfrentarte a una treintena de catedráticos que te iban a exigir el máximo de esfuerzo, y que no se pararían a pensar si tenías conocimientos o no.
En mi opinión, siempre es mejor que te quedes a un lado del muro del Campus, a que, una vez dentro, te des cuenta de que tu bagaje cultural no alcanza para culminar los estudios, por muy laxa que sea la política de calificaciones.
Hoy, muchos de los que han salido de nuestras facultades, no realizan los trabajos para los que fueron formados por varias razones. Una de ellas es la convicción de que han salido de las facultades sin una formación que les permita enfrentarse al día a día de una empresa, o un puesto de responsabilidad.
En estos días he tenido conocimiento del número de aspirantes a unos pocos puestos de celadores del Servicio Extremeño de Salud. La cifra es, sencillamente, escalofriante: TREINTA Y CUATRO MIL.
¿Cuántos de ellos tendrán colgados de las paredes de su casa un título de licenciado? No lo sé; pero, intuyo que un número bastante considerable.
Haber pasado por la Universidad supone un esfuerzo personal y colectivo grande para que, al final del camino, todo ese esfuerzo y dinero sólo sirva para hacer trabajos de baja cualificación.
Es de suponer que el componente de frustración y decepción que acompaña a muchos de ellos debe ser importante.
Quizás si el filtro de entrada al Campus hubiera sido más espeso la frustración y la decepción, no serían tantas. Sin embargo, nadie parece interesado en remediar este estado de cosas, y el montante de licenciados que no saben que hacer cuando terminan sus estudios, crece de manera exponencial. Y aquella puerta que se les abrió de manera irresponsable, es la llave para que puedan abrir la puerta de la emigración.

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