El
diecinueve de marzo de 1812 se proclamó la Constitución más famosa de la
Historia de España, a la que se le dio el apodo de “La Pepa”, debido a que fue promulgada el día de San José.
Hasta
donde alcanzan mis conocimientos, es la única que ha sido “bautizada” por el Pueblo español. Una exclusividad de debería
terminar si los ciudadanos hiciéramos uso de esa facultad que los dioses nos
han dado para sacar un remoquete a todo. Digo que debería terminar, porque la
Constitución española promulgada en el B. O. E el día 28 de diciembre de 1978
se ha ganado por méritos ajenos el
ser denominada “La Malquerida”.
Todo
texto legal que se dicta para su aplicación a todo un colectivo tiene defensores
y detractores; algo a lo que no fue ajena “La
Pepa”. Liberales y absolutistas, la defendieron, y atacaron, casi a partes
iguales, teniendo por ello una existencia efímera.
La
que nos dimos los españoles allá por el año 1978, ha vivido unos tiempos de
sosiego en los que pocos se acordaban de ella. Algo que hubiera seguido así de
no haberse cometido el tremendo error histórico de ser desarrollada, e
interpretada, de manera torticera para dar cobertura legal, - paradojas de
nuestra España- a los que buscaban su destrucción.
Una
Constitución no es un texto legal al uso; es, por decirlo de manera coloquial,
un pacto genérico de convivencia, que
determina las bases esenciales sobre las que se asienta un Estado; de ahí que las
Cartas Magnas suelen ser textos cortos, que en pocos aspectos profundiza. Son
las líneas blancas que determinan el espacio de juego; pero, no son las reglas del juego.
Logrado
asentar un marco legal de convivencia democrática, tras cuarenta años de un régimen
autoritario, los ciudadanos nos olvidamos de ella. Se convirtió como ese
camarero que nos atiende en un restaurante al que no prestamos atención.
Nuestros platos, y nuestros vasos, son servidos con puntualidad, sin que “veamos” al camarero.
Todo
marchaba razonablemente bien, hasta que se produjo una de las mayores
contradicciones que ha dado nuestra Historia reciente: se determinó usar la Constitución
española para destruirla a ella, y lograr el objetivo final que no era otro que
la desmembración de España.
No
resultó difícil hacer tal cosa, pues nuestra Carta Magna, corta y ambigua, no
fue redactada para ser interpretada, y mucho menos desarrollada a gusto de cada
cual. Esta, únicamente recoge los derechos de los ciudadanos ante las fuerzas
del Estado, en su más amplia acepción; sin entrar, lógicamente, en detalles;
pues para eso existe todo un ordenamiento jurídico, que nace y se desarrolla
desde ella.
Quiénes
habían esperado su oportunidad para conseguir las metas que no lograron a lo
largo de la Historia, vieron en ella el punto débil por el que, usándola en su
favor, destruirla.
La
complicidad de todos los Partidos Políticos, con los sucesivos gobiernos que
ocuparon el Palacio de la Moncloa, aceptaron de manera tremendamente irresponsable
un principio: Lo que la Constitución no prohíbe,
puede hacerse. Una aseveración que llevó a poder cometer todo tipo de
despropósitos, que sufrimos los ciudadanos en nuestro diario vivir.
La
primera de las barbaridades que se
gestó fue la determinación de Comunidades Autónomas. Ahí comenzó el desastre.
Nacieron, junto a las mal denominadas Comunidades
Históricas, las llamadas Comunidades
Uniprovinciales, que daban carta de naturaleza a formar “Estados” dentro del Estado a zonas geográficas
que nunca, salvo en épocas remotísimas, habían tenido tal estatuto de autonomía.
Comunidades Autónomas que no agrupan más allá de unos pocos cientos de miles de
ciudadanos. El colofón del desatino se alcanzó con la declaración de las ciudades
de Ceuta y Melilla, como ciudades autónomas.
El
segundo despropósito fue el proceder
al desarrollo del marco autonómico competencial aplicando lo que se dio en llamar
vía rápida, regulada esta por el
artículo 151 de la Constitución. La segunda fue la denominada vía lenta basada en el desarrollo del
artículo 143 de la Constitución.
Este
segundo disparate a nadie satisfizo. Los primeros, querían marcar distancia con
los segundos, no sólo en cuanto a la velocidad
del desarrollo; sino que querían un techo competencial superior a las otras,
fundamentado en lo que se dio en denominar hecho
diferencial, una expresión falaz desde cualquier óptica; pero, que se
convirtió en el leitmotiv de
aquellos. Los segundos, vieron en esta doble vara de medir, una suerte de agravio que no estaban dispuestos a
permitir.
Lanzado
el tren de la locura a toda
velocidad, ya nadie era capaz de detenerlo. Y la fuerza de la inercia se
desató. La Constitución, se convirtió en lo que nunca se debió consentir: fuente del Derecho.
Hoy,
su contenido es retorcido, interpretado, reinterpretado, y usado para, desde su
misma esencia, conseguir su práctica derogación.
Qué
poco queda de este:
Artículo 2
La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad
de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y
reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones
que la integran y la solidaridad entre todas ellas.
Quienes
esto redactaron, qué lejos estaban de pensar que sería El Bruto, que la apuñalaría a traición, junto con el resto de los
traidores que le apoyaron.
Hoy,
como una Malquerida, se ve vapuleada
por las más heterogéneas fuerzas, que la han convertido en un texto zaherido
desde todas las instancias.
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