miércoles, 23 de mayo de 2018

LA PIEDRA


Una de las muchas afirmaciones que se hacen sobre el Hombre es la que dice que: es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra.
Mi carga genética de Homo Sapiens debe ser muy alta, porque he tropezado en la misma piedra 15.768, que son los días que han transcurrido desde el 20 de noviembre de 1975.
Fue ese día en el que, viendo al compungido Carlos Arias Navarro comunicar la muerte de Franco, creí que una nueva etapa se abría en la Historia de España.
Una etapa en la que dejaría de ver merodeando por los aledaños de la facultad aquel Seat 1430 de color negro matricula Ma-1040-J en cuyo interior “los sociales” tomaban buena nota de lo que acontecía.
Una etapa en la que el Tribunal de Orden Público dejaría de actuar; y en la que los sótanos de la Dirección General de Seguridad en la Puerta de El Sol, dejarían de ser una cárcel de la dictadura.
Creí que aquellos que desde las Platajuntas nos ofrecían un país Libre y Democrático, serían coherentes, y nos podríamos encontrar en un país libre de ataduras.
Creí que, al grito de Libertad, Amnistía, y Estatuto de Autonomía, se construiría aquella España que “no la conocería ni la madre que la parió”.
Creí que, aquellos hombres y mujeres, salidos de lo más granado de nuestra sociedad, serían los artífices del nuevo edificio que, entre todos, comenzábamos a construir.
Creí que la Constitución de 1978 enterraría para siempre los llamados Principios del Movimiento Nacional”.
En 1986 creí que, por fin, seríamos europeos.
Creí, tantas cosas…
Pronto la realidad comenzó a demostrarme lo equivocado que estaba; y fue desmontando los sueños que surgieron en aquel piso de estudiantes, en cuya televisión en blanco y negro, vi aparecer la figura de Franco en la capilla ardiente.
No tardé en averiguar que la Democracia con la que soñaba, no era algo tan simple, y claro, como me la habían presentado. Que el sagrado principio de “Un hombre un voto” no era tan sagrado como yo había querido creer.
Averigüe, que la Democracia no era un Sistema Político y Social en el que todos éramos iguales. No, comprendí que ella era una regla estadística aplicada sobre bases fraudulentas a las que se dio el nombre de “Circunscripciones”; y, que, de la mano de un señor belga, de nombre hasta entonces desconocido, D’Hont, los votos de cada ciudadano no eran iguales.
Desentrañe que los Estatutos de Autonomía no nos hacían más libres e iguales; sino todo lo contrario. Aquellas pomposas normas llevaban en su interior la semilla de la discordia, la desigualdad, y la división entre los españoles.
Los españoles dejamos de ser españoles para ser catalanes, vascos, o andaluces.
Descubrí, cómo la igualdad de los españoles había saltado hecha añicos de la mano de aquellos Estatutos que se nos presentaron como la plasmación fehaciente de un nuevo orden en el que, la Libertad y la Igualdad, sería los pilares que soportarían el peso de una Sociedad Moderna, y europea.
No fueron menores los tropezones que me di al comprobar que, Europa, esa ansiada novia que durante años habíamos anhelado conquistar, no era la preciosa doncella que me habían presentado en una foto trucada; sino una vulgar meretriz, que ofrecía sus favores al mejor postor.
Creí en aquellos hombres que me dijeron que lucharían por una sociedad mas justa, más igualitaria, y más solidaria.
Qué inocente fui.
Aquellas raídas chaquetas, y los bocadillos de tortilla que lucían los que también se expresaban; pronto se trocaron en trajes bien cortados, hechos a medida; y la popular tortilla española, fue arrinconada, dando paso a los mejores manjares servidos por elegantes camareros, de los no menos elegantes restaurantes frecuentados por la nueva elitte, surgida, y amamantada, a los pechos del Presupuesto.
Aquellos que se sentaron en el banquillo del Tribunal de Orden Público por sus ideas subversivas, han dejado su puesto a aquellos que se sientan para responder por sus tropelías. Tropelías que se cometieron, y se cometen, al amparo de la confianza que el Pueblo español depositó en ellos.
Triste final para las ilusiones de aquel joven estudiante de Económicas que creyó que, una España diferente era posible. Que podríamos dejar atrás siglos de podredumbre, y picaresca; y ser un país moderno y libre.
Hoy, 23 de mayo de 2018, aquel joven español, ya cargado de años, ve, con enorme decepción, cómo aquellas ilusiones juveniles han ido a parar al estercolero de nuestra Historia.

domingo, 13 de mayo de 2018

LA MALQUERIDA


El diecinueve de marzo de 1812 se proclamó la Constitución más famosa de la Historia de España, a la que se le dio el apodo de “La Pepa”, debido a que fue promulgada el día de San José.
Hasta donde alcanzan mis conocimientos, es la única que ha sido “bautizada” por el Pueblo español. Una exclusividad de debería terminar si los ciudadanos hiciéramos uso de esa facultad que los dioses nos han dado para sacar un remoquete a todo. Digo que debería terminar, porque la Constitución española promulgada en el B. O. E el día 28 de diciembre de 1978 se ha ganado por méritos ajenos el ser denominada “La Malquerida”.
Todo texto legal que se dicta para su aplicación a todo un colectivo tiene defensores y detractores; algo a lo que no fue ajena “La Pepa”. Liberales y absolutistas, la defendieron, y atacaron, casi a partes iguales, teniendo por ello una existencia efímera.
La que nos dimos los españoles allá por el año 1978, ha vivido unos tiempos de sosiego en los que pocos se acordaban de ella. Algo que hubiera seguido así de no haberse cometido el tremendo error histórico de ser desarrollada, e interpretada, de manera torticera para dar cobertura legal, - paradojas de nuestra España- a los que buscaban su destrucción.
Una Constitución no es un texto legal al uso; es, por decirlo de manera coloquial, un pacto genérico de convivencia, que determina las bases esenciales sobre las que se asienta un Estado; de ahí que las Cartas Magnas suelen ser textos cortos, que en pocos aspectos profundiza. Son las líneas blancas que determinan el espacio de juego; pero, no son las reglas del juego.
Logrado asentar un marco legal de convivencia democrática, tras cuarenta años de un régimen autoritario, los ciudadanos nos olvidamos de ella. Se convirtió como ese camarero que nos atiende en un restaurante al que no prestamos atención. Nuestros platos, y nuestros vasos, son servidos con puntualidad, sin que “veamos” al camarero.
Todo marchaba razonablemente bien, hasta que se produjo una de las mayores contradicciones que ha dado nuestra Historia reciente: se determinó usar la Constitución española para destruirla a ella, y lograr el objetivo final que no era otro que la desmembración de España.
No resultó difícil hacer tal cosa, pues nuestra Carta Magna, corta y ambigua, no fue redactada para ser interpretada, y mucho menos desarrollada a gusto de cada cual. Esta, únicamente recoge los derechos de los ciudadanos ante las fuerzas del Estado, en su más amplia acepción; sin entrar, lógicamente, en detalles; pues para eso existe todo un ordenamiento jurídico, que nace y se desarrolla desde ella.
Quiénes habían esperado su oportunidad para conseguir las metas que no lograron a lo largo de la Historia, vieron en ella el punto débil por el que, usándola en su favor, destruirla.
La complicidad de todos los Partidos Políticos, con los sucesivos gobiernos que ocuparon el Palacio de la Moncloa, aceptaron de manera tremendamente irresponsable un principio: Lo que la Constitución no prohíbe, puede hacerse. Una aseveración que llevó a poder cometer todo tipo de despropósitos, que sufrimos los ciudadanos en nuestro diario vivir.
La primera de las barbaridades que se gestó fue la determinación de Comunidades Autónomas. Ahí comenzó el desastre. Nacieron, junto a las mal denominadas Comunidades Históricas, las llamadas Comunidades Uniprovinciales, que daban carta de naturaleza a formar “Estados” dentro del Estado a zonas geográficas que nunca, salvo en épocas remotísimas, habían tenido tal estatuto de autonomía. Comunidades Autónomas que no agrupan más allá de unos pocos cientos de miles de ciudadanos. El colofón del desatino se alcanzó con la declaración de las ciudades de Ceuta y Melilla, como ciudades autónomas.
El segundo despropósito fue el proceder al desarrollo del marco autonómico competencial aplicando lo que se dio en llamar vía rápida, regulada esta por el artículo 151 de la Constitución. La segunda fue la denominada vía lenta basada en el desarrollo del artículo 143 de la Constitución.
Este segundo disparate a nadie satisfizo. Los primeros, querían marcar distancia con los segundos, no sólo en cuanto a la velocidad del desarrollo; sino que querían un techo competencial superior a las otras, fundamentado en lo que se dio en denominar hecho diferencial, una expresión falaz desde cualquier óptica; pero, que se convirtió en el leitmotiv de aquellos. Los segundos, vieron en esta doble vara de medir, una suerte de agravio que no estaban dispuestos a permitir.
Lanzado el tren de la locura a toda velocidad, ya nadie era capaz de detenerlo. Y la fuerza de la inercia se desató. La Constitución, se convirtió en lo que nunca se debió consentir: fuente del Derecho.
Hoy, su contenido es retorcido, interpretado, reinterpretado, y usado para, desde su misma esencia, conseguir su práctica derogación.
Qué poco queda de este:

Artículo 2
La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas.

Quienes esto redactaron, qué lejos estaban de pensar que sería El Bruto, que la apuñalaría a traición, junto con el resto de los traidores que le apoyaron.
Hoy, como una Malquerida, se ve vapuleada por las más heterogéneas fuerzas, que la han convertido en un texto zaherido desde todas las instancias.

lunes, 7 de mayo de 2018

EL ABURRIMIENTO


Lo único que es común a todos seres vivos; aquello que les mantiene en permanente actividad es: el deseo irrefrenable de existir.
 A los Hombres lo que les hace vivir de manera activa no es el amor a la propia vida, sino el miedo a perderla. Un miedo que existe a pesar de que todos sabemos que el término de la partida nos acarreará nuestro fin.
La carga que supone nuestra propia existencia, la queremos aligerar; algo que hacemos cuando tenemos una cierta seguridad de que esa existencia la tenemos afianzada. Buscamos el deseo de que la pesada carga que es vivir se nos haga insensible.
Comenzamos con eso que se ha dado en llamar “matar el tiempo”; que no es otra cosa que luchar contra el aburrimiento al que nos ha llevado lo entendemos por desarrollo o prosperidad.
Asegurados los elementos necesarios para nuestra subsistencia, el Hombre entra en el terreno del aburrimiento.
Este valor es el que hace que los seres humanos, que nos amamos tan poco, nos busquemos para combatirlo dando lugar a lo que se puede denominar “fuente de sociabilidad”.
Logrados los avances sociales, sobre todo en materia laboral, se abren ante nosotros grandes espacios temporales que debemos llenar para combatir el aburrimiento.
Para ello nacen los deseos. El afán de verlos cumplidos llena nuestro tiempo. Una vez conseguido, debemos buscar otros en los que invertir ese tiempo que pocos saben gestionar.
Un nuevo deseo nace, y un nuevo afán de conseguirlo surge en cada uno de nosotros.
A medida que los medios que se ponen a nuestro alcance facilitan la consecución de nuestras pretensiones más corto es el ciclo; desarrollándose en la persona un afán de inmediatez por conseguir lo deseado que suele desembocar en el desasosiego y la frustración. Lo que nos hace buscar nuevas metas, que llenen ese tiempo en el que nos hallamos aburridos.
Al retornar nuestra mirada en el tiempo que fue, vemos como el que podríamos denominar “ciclo del aburrimiento”, llevaba un ritmo acompasado y lento.
El deseo generado en bailar con otra persona llevaba una carencia temporal alta. Poder conseguir los favores de una dama, determinaba un largo proceso de cortejo.
Y qué decir del deseo de lograr un fino encaje hecho para lucir en los momentos más esplendorosos de la vida social. Satisfacer ese deseo para concluir el “ciclo del aburrimiento” podía dilatarse durante meses.
En la sociedad de nuestros días, satisfacer los deseos que anteriormente he referido, no lleva, en algún caso, poco más de algunos minutos. El tiempo que se tarda en entrar en uno de los comercios de moda, y elegir uno de entre los miles de atuendos que cuelgan de sus perchas.
La satisfacción al ver cumplido nuestros deseos es muy efímera; lo que lleva al individuo a la necesidad de encontrar un nuevo deseo para comenzar ese ciclo vital interminable.
Uno de los grandes dramas de la Sociedad del siglo XXI es, nuestra permanente insatisfacción; pues, a cada deseo que nos surge, nos exigimos su inmediata consecución; si esta no llega a velocidad de vértigo, caemos en la frustración, y el desánimo.
Las prisas se han adueñado de nosotros. Unas prisas que surgen sin saber por qué; pues lo logrado nos genera un nuevo deseo que se convierte en irrefrenable; encerrándonos en una especie de batidora que todo lo tritura, y que siempre nos exige más.
Nuestros ojos no dedican más allá de unos pocos segundos a la lectura de un texto. Si el texto tiene más allá de veinte caracteres, lo desechamos, y pasamos a otra, en un devenir frenético por ir hacia otro apartado, que nos llevará a otro, y así, hasta casi el infinito.
Si al teclear en nuestro ordenador, Tablet, o móvil, la respuesta del aparato no es instantánea, hacemos algo que ni los menos cuerdos hacen: reñimos al aparato; porque, le exigimos inmediatez.
Y toda esta prisa ¿para qué? Para llegar a un punto en el que necesitamos otro deseo que cumplir para no caer en ese tiempo en el que el aburrimiento nos gana la partida.
El Hombre del siglo XXI ha olvidado que la base del amor, del querer, es la carencia, la privación a la que el ser humano está condenado desde sus orígenes. La satisfacción demasiado fácil de nuestros deseos nos lleva a un sentimiento de vacío y tedio horrible; convirtiendo la existencia en una carga insoportable que se nos hace imposible llevar. Lo que hace buscar salidas mediante la anulación de su propia voluntad. Algo que tampoco le satisface; porque la satisfacción del individuo sólo se encuentra en la voluntad en sí misma.