Todo comenzó en un lejano día de 1895, cuando los hermanos
Lumiere, desplegaron una enorme tela blanca, y sobre ella proyectaron la
primera película de un cinematógrafo.
Los que tuvieron el privilegio de asistir a aquel extraordinario
acontecimiento, no pudieron imaginar lo que ello representó.
Por primera vez el Hombre podía fijar su mirada en una superficie
blanca y lisa, y contemplar cómo ante él surgía todo un mundo de realidades, y
fantasías.
Aún tuvieron que pasar muchos años, cincuenta más o menos, para
que la enorme pantalla fuera reduciendo sus dimensiones, y pudiera colarse en
todos los hogares del mundo.
Aquel aparato, que a duras penas se lograba ver, se situó en el
lugar preferente de las salas de estar de millones de hogares, y se convirtió
en el referente al que acudir.
Todos fijaban su mirada en la reverberante pantalla, y
contemplaban extasiados lo que a través de ella se proyectaba.
Mientras la televisión permanecía encendida, todo se paraba. Ella
era el centro de atención.
Las comidas familiares alrededor de la mesa, dejaron de ser un
punto de encuentro y de dialogo, para dejar paso al más profundo silencio, sólo
roto por los sonidos que salían de los altavoces del aparato.
Cuántas veces las madres debían decir a sus hijos: “Come, y deja de mirar la televisión”.
Sin embargo, aquella batalla estaba perdida desde sus inicios.
La pantalla se había adueñado del espacio familiar conjunto, e
imponía su ley.
Con la llegada de las diversas ofertas de contenidos, llegaron los
conflictos al seno de la familia de la mano de un pequeño dispositivo al que se
llamó: “mando a distancia”.
Los silencios se tornaron en discusiones sobre qué ver, y qué no
ver.
Como no era posible mantener aquel combate por más tiempo, los
afortunados, tomaron una solución salomónica: Situar varios televisores en
diversas estancias de las viviendas.
Con ello, se terminaron los enfrentamientos por el “mando a distancia”; pero, surgió una
nueva situación.
La familia se disgregó por el hogar, siguiendo a la pantalla que
proyectaba lo que más gustaba.
Las comidas familiares, dejaron de ser tales; y se engullía, el
alimento para ir a ponerse delante del Televisor y ver aquello que nos
apasionaba.
La llegada de los ordenadores, y sus pantallas, produjeron un
salto cualitativo y cuantitativo, en la dependencia de las luminosas
superficies.
El ordenador se convirtió en el centro de la vida de muchas
personas. Sólo a través de él se veía el mundo, en una abstracción absoluta, y
un aislamiento del entorno casi total.
El ordenador, no obstante, era demasiado voluminoso para ser
llevado con nosotros fuera de nuestra casa.
La solución la pusieron los denominados portátiles”. Su tamaño y su peso, bastante ligeros, permitían llevar
la pantalla por doquier. El “portátil”
se convirtió en compañero inseparable; era nuestro “alterego” al que entregábamos todos nuestros secretos. Era nuestra “alma”.
El avance de las ciencias nos trajo un nuevo dispositivo, también dotado
de pantalla, (esta mucho más pequeña) a la que entregar nuestras vidas: “El teléfono móvil”.
Con él, el Hombre se aisló de su entorno vital. El mundo exterior
desapareció, y únicamente la pantalla es la protagonista de nuestras vidas.
Por ella nos comunicamos; a través de ella vivimos; y por su
causa, en ocasiones, morimos.
La pantalla del “teléfono móvil”
presenta un elemento diferenciador de enorme importancia social. Ha capturado
las mentes de individuos de todas las edades, clases, y condición.
Nadie, salvo unos pocos, ha podido sustraerse a sus “encantos”. Desde niños de pocos años,
hasta venerables Ancianos, portan en sus manos un teléfono.
La pantalla, ha ganado, no sólo, una batalla; ha ganado, la
guerra.
¿Cuál será el paso siguiente para seguir la alienación del
Individuo? Lo desconozco; pero, todo apunta a que la realidad que nos circunde
sea una “realidad virtual”.