1789
fue el año en el que se produjo el primero de los grandes cambios que Europa
experimentaría en la edad Moderna. El día 14 de julio de ese año, comenzó lo
que en la Historia se denominó: Revolución
francesa. Un movimiento social que hizo caer al conocido como Antiguo Régimen.
La Revolución francesa no fue, como muchos piensan, un
levantamiento político; pues, la política no se concebía como la conocemos en
nuestros días. El poder se encarnaba, de forma absoluta, en la figura del Rey,
y la aristocracia; ejerciendo esta última como correa de transmisión de los
designios reales.
Ese
poder absoluto se ejercía sobre el pueblo
llano, y sobre una incipiente burguesía que, aún no había tomado conciencia
de su condición de clase social.
Decía
que la Revolución francesa no fue un
movimiento político; porque, el desencadenante de ella fue el hambre, y el
hartazgo del Pueblo llano. El aumento
del precio del pan fue el detonante que hizo estallar la bomba de relojería que
un pueblo maltratado llevaba en sus entrañas.
La
mayoría, por no decir todas, las revoluciones que han triunfado desde aquel lejano
año de 1789 han tenido un denominador común: el hartazgo del Pueblo llano. Un hartazgo que ha sido,
en muchas ocasiones, utilizado por los iniciadores de aquellas en su propio
beneficio; pero, ello no debe hacernos obviar que el trasfondo de ellas contenía
un componente de rabia social contra un sistema político y económico que les
ahogaba.
Toda
revolución no es otra cosa que el reflejo del fracaso de un modelo de gestión
social, en el que unos pocos se benefician del esfuerzo de la mayoría; una
mayoría que, poco a poco, va acumulando en su interior la “dinamita” de la decepción. Un “explosivo”
que puede estallar en cualquier momento.
En
los días previos al 14 de julio de 1789, un pueblo hambriento y desesperado,
salió a las calles de París para exigir la bajada del precio del pan;
recibiendo, como respuesta de reyes, y aristócratas, la risa y el desdén; al
tiempo que desde sus elegantes palacios y mansiones se divertían con el hambre
del Pueblo llano”.
Únicamente
hicieron falta tres palabras gritadas al viento por un tal Robespierre: Libertad,
Igualdad, Fraternidad para que el estallido se produjera.
Las
revoluciones, en realidad, no acostumbran a servir para gran cosa; porque los
problemas que las generan suelen continuar sin resolverse. Las revoluciones
triunfan porque los ciudadanos están cansados, y son proclives a levantarse
contra quienes detentan el Poder. Un Poder que les exige mucho; pero, que les
proporciona poco. Un Poder, que beneficia a unos pocos, y vilipendia a la
mayoría.
En
la España del siglo XXI, se ha instaurado un sistema político/social al que yo
daría el nombre de Revolución suspendida.
Es una suerte de revolución que amaga con producirse; que demuestra que tiene
fuerza; y que los detentadores del poder consideran como una amenaza.
Quienes
ostentan el poder saben que la “guillotina”
política puede caer en cualquier momento sobre ellos, por lo que no dudan en
alimentar, con un abundante y crujiente pan,
al que representa un peligro. Un pan
que se hace con la harina que pertenece a todos; por lo que las raciones de
aquellos que no practican la Revolución
suspendida han de disminuir forzosamente.
Aquellos
que ven cómo sus raciones de pan se
ven reducidas para que sirvan de alimento al que está obeso, y sobrealimentado,
son ese pueblo llano que un lejano
día, más allá de los Pirineos, se levantó contra el opresor; y que sólo precisó
tres palabras para acabar con todo un periodo de la Historia europea.
Tres
siglos después, el hambre del pueblo llano no es física. Pocos se
acuestan en España sin haber ingerido un bocado, por exiguo que sea. En la
España del siglo XXI existe hambre de Cultura social y reivindicativa; y exceso
de conformismo y apatía. La delgadez de aquella se compensa con la obesidad de
estas. Una obesidad que le lastra, y que le lleva a aceptar un estado de cosas,
por muy lesivas que le sean.
Frente
a quienes practican la Revolución
suspendida, se encuentran los que ejercen la indolencia efectiva. Estos últimos no han encontrado tres palabras
que les haga salir de su pereza; y tampoco han hallado a nadie que, poniéndose
un gorro frigio, grite palabras que
logren despertar de su sueño al Pueblo
llano.
La
indolencia efectiva ha calado muy
hondo entre los más jóvenes. Nacidos, criados, y educados en un ambiente en el
que todo les ha sido dado con poco, o nulo, esfuerzo, ven pasar la vida sin que
nada les altere, por mucho que a su alrededor ocurra.
Hipnotizados
por los nuevos reyes absolutos;
abstraídos por las luminosas pantallas de un teléfono; han perdido, si es que
alguna vez la tuvieron, la capacidad de rebelarse contra las injusticias y la
opresión.
Con
inusitada docilidad, aceptan la discriminación, el olvido, la pobreza, y la
miseria, a la que les han llevado aquellos que les han quitado su ración de pan
para dársela a quienes más tienen.
Cambiando
las maletas de cartón por las mochilas, toman con inusitada resignación el
mismo camino que tomaron sus abuelos o bisabuelos: el triste camino de la
emigración.
No
son como sus antepasados agricultores analfabetos, atados por el miedo al
poderoso. Son hombres y mujeres dotados de conocimientos y formación que, entre
todos, les hemos proporcionado. Malbaratan, tras la barra de un Pub londinense, no sólo sus
conocimientos; sino, que renuncian a su juventud, y lo que es mucho peor, se
niegan a sí mismos su futuro.
Quizás
nunca llegaron saber, porque nadie se lo ha enseñado, que hace trescientos
años, en el mismo lugar que hoy ellos se venden por unos pocos euros; jóvenes,
hartos de que les robaran el pan los que vivían en el hartazgo, se levantaron y
fueron capaces de cambiar la historia; no sólo de Francia, sino de toda Europa.
Muy buena reflexión. Es verdad , las revoluciones solo se hacen con el estómago vacío .Después de ʼcomer algoʼ, nada se arregla
ResponderEliminarSabias palabras Gelito. Como siempre, totalmente de acuerdo.
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