miércoles, 23 de enero de 2019

LA OTRA CRISIS


Allá por el año 2007, comenzó a fraguarse la última gran crisis de la economía española. Una crisis de la que aún no nos hemos recuperado, y que ha supuesto un retroceso más que significativo en el bienestar de los españoles.
La denominada “Crisis del ladrillo” fue, por encima de denominaciones, una crisis del Sistema Financiero español. Una crisis que ha sido analizada hasta la saciedad, y sobre la que se han vertido opiniones de todos los gustos.
Sin embargo, poco se ha dicho al respecto de uno de los daños que dicha crisis conllevó en el sector de las Cajas de Ahorros, más allá de su desaparición como entidades de ahorro popular, o de la destrucción de miles de puestos de trabajo.
Uno de los elementos diferenciadores de las Cajas, con respecto a otras Entidades Financieras, era su Obra Benéfico Social. Un brazo social de enorme importancia que, en estos momentos, se encuentra, si no extinguido, enormemente reducido.
La que fuera primera entidad financiera de Extremadura, Caja de Extremadura, no ha sido una excepción. Sus aportaciones al mundo de la cultura tuvieron un amplio recorrido en todos los órdenes; aunque su buque insignia fue el denominado: Salón de Otoño de Pintura.
Este certamen, nacido en el ultimo cuarto del siglo XX, tuvo su origen en la que fue Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Plasencia con la vocación de dar a conocer a jóvenes artistas de la pintura, en cuyo seno pudieran mostrar al mundo sus creaciones.
Sus inicios fueron modestos, y circunscritos a artistas del entorno más cercano. La perseverancia y el buen hacer de sus impulsores hizo que, año tras año, fueran creciendo tanto en la cantidad de los autores que querían colgar sus obras, como en la calidad y variedad de las pinturas.
Su prestigio en el mundo de la pintura le llevó a traspasar fronteras, y ser conocido y valorado a nivel europeo. Colgar sus cuadros en el Salón de Otoño de Pintura fue, para muchos autores, una forma de darse a conocer en el siempre difícil mundo del arte.
Con el tiempo el certamen se hizo itinerante, llegando a cruzar los Pirineos, siendo en el corazón de Europa un ejemplo del buen hacer de una institución extremeña de la que pocos tenían noticias.
Miles de obras colgaron de los testeros de las salas de exposición, y pasaron a engrosar los fondos artísticos de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Plasencia, y más tarde de la que fue Caja de Ahorros de Extremadura.
Pero, la crisis llegó a las entidades de ahorro popular; arrastrando tras de sí todo aquello que de bueno tenían. Ni tan siquiera el Salón de Otoño pudo resistir el embate de las incontenibles fuerzas de la vorágine financiera. Comenzó a languidecer merced, no sólo a la crisis financiera, sino a la desidia de los que le dejaron abandonado a su suerte. Una suerte que ha llevado a que los valiosos fondos que se acumularon a lo largo de décadas, permanezcan arrumbados en obscuros sótanos en los que mueren lentamente sirviendo de pasto a los roedores.
Quienes trabajaron y lucharon por hacer grande aquel modesto certamen de pintura tratan, con dispar éxito, de que las obras que colgaron de sus paredes puedan volver a ver la luz; y sean, al menos, un recuerdo vivo de lo que antaño fue un gran proyecto, orgullo de la tierra extremeña.
Las Obras Benéfico Social de las extintas Cajas repartieron a lo largo de décadas, y, en casos de siglos, un dividendo social que tomó múltiples y variadas formas.
Siendo el Salón de Otoño la más emblemática representación de ese dividendo social, no fue la más importante de las que llegaron a la sociedad extremeña.
Largo y prolijo sería el detallar las materializaciones con las que fue regada por aquel. Es probable que todos los que desde Extremadura, y otras tierras, lean estas líneas, hayan sido beneficiados, de manera directa o indirecta, por ese poco conocido, y reconocido, dividendo social.
Poder acudir a teatros, palacios de congresos, o plazas públicas, para disfrutar de un espectáculo de altura; poder cursar unos estudios universitarios; poder disfrutar de una beca de estudios, sin la que la Universidad sería algo inalcanzable; son algunas de los cientos de manifestaciones de lo que un día fue una gran labor social.
Hoy, poco o nada de todo aquello, permanece vivo.
Aquel bello y esbelto cisne que fue la Obra Social de las Cajas de Ahorros perece de la misma forma que lo hace sobre el escenario en la obra de Piotr Ilich Chaikovsky.
La última gran crisis económica, no sólo se ha llevado por delante empresas, puestos de trabajos, e ilusiones. Con ella ha desaparecido buena parte de lo que, otrora, fue el gran soporte de la vida cultural española. Un soporte que permitía, al pueblo llano, tener acceso a ese mundo de la cultura del que tan necesitado está nuestro país.
Ya no se verán, o se verán poco, a los grupos de cómicos que alegraban las plazas de los más recónditos lugares de nuestra geografía. Tampoco serán repuestos los bancos en los que nuestros mayores descansaban sus doloridos cuerpos, mientras veían pasar la vida acariciados sus curtidos rostros por los tibios rayos del sol de primavera.
Mucho se perdió, sí; pero, hay cosas que nunca podrán ser recuperadas.






lunes, 7 de enero de 2019

1789


1789 fue el año en el que se produjo el primero de los grandes cambios que Europa experimentaría en la edad Moderna. El día 14 de julio de ese año, comenzó lo que en la Historia se denominó: Revolución francesa. Un movimiento social que hizo caer al conocido como Antiguo Régimen.
La Revolución francesa no fue, como muchos piensan, un levantamiento político; pues, la política no se concebía como la conocemos en nuestros días. El poder se encarnaba, de forma absoluta, en la figura del Rey, y la aristocracia; ejerciendo esta última como correa de transmisión de los designios reales.
Ese poder absoluto se ejercía sobre el pueblo llano, y sobre una incipiente burguesía que, aún no había tomado conciencia de su condición de clase social.
Decía que la Revolución francesa no fue un movimiento político; porque, el desencadenante de ella fue el hambre, y el hartazgo del Pueblo llano. El aumento del precio del pan fue el detonante que hizo estallar la bomba de relojería que un pueblo maltratado llevaba en sus entrañas.
La mayoría, por no decir todas, las revoluciones que han triunfado desde aquel lejano año de 1789 han tenido un denominador común: el hartazgo del Pueblo llano. Un hartazgo que ha sido, en muchas ocasiones, utilizado por los iniciadores de aquellas en su propio beneficio; pero, ello no debe hacernos obviar que el trasfondo de ellas contenía un componente de rabia social contra un sistema político y económico que les ahogaba.
Toda revolución no es otra cosa que el reflejo del fracaso de un modelo de gestión social, en el que unos pocos se benefician del esfuerzo de la mayoría; una mayoría que, poco a poco, va acumulando en su interior la “dinamita” de la decepción. Un “explosivo” que puede estallar en cualquier momento.
En los días previos al 14 de julio de 1789, un pueblo hambriento y desesperado, salió a las calles de París para exigir la bajada del precio del pan; recibiendo, como respuesta de reyes, y aristócratas, la risa y el desdén; al tiempo que desde sus elegantes palacios y mansiones se divertían con el hambre del Pueblo llano”.
Únicamente hicieron falta tres palabras gritadas al viento por un tal Robespierre: Libertad, Igualdad, Fraternidad para que el estallido se produjera.
Las revoluciones, en realidad, no acostumbran a servir para gran cosa; porque los problemas que las generan suelen continuar sin resolverse. Las revoluciones triunfan porque los ciudadanos están cansados, y son proclives a levantarse contra quienes detentan el Poder. Un Poder que les exige mucho; pero, que les proporciona poco. Un Poder, que beneficia a unos pocos, y vilipendia a la mayoría.
En la España del siglo XXI, se ha instaurado un sistema político/social al que yo daría el nombre de Revolución suspendida. Es una suerte de revolución que amaga con producirse; que demuestra que tiene fuerza; y que los detentadores del poder consideran como una amenaza.
Quienes ostentan el poder saben que la “guillotina” política puede caer en cualquier momento sobre ellos, por lo que no dudan en alimentar, con un abundante y crujiente pan, al que representa un peligro. Un pan que se hace con la harina que pertenece a todos; por lo que las raciones de aquellos que no practican la Revolución suspendida han de disminuir forzosamente.
Aquellos que ven cómo sus raciones de pan se ven reducidas para que sirvan de alimento al que está obeso, y sobrealimentado, son ese pueblo llano que un lejano día, más allá de los Pirineos, se levantó contra el opresor; y que sólo precisó tres palabras para acabar con todo un periodo de la Historia europea.
Tres siglos después, el hambre del pueblo llano no es física. Pocos se acuestan en España sin haber ingerido un bocado, por exiguo que sea. En la España del siglo XXI existe hambre de Cultura social y reivindicativa; y exceso de conformismo y apatía. La delgadez de aquella se compensa con la obesidad de estas. Una obesidad que le lastra, y que le lleva a aceptar un estado de cosas, por muy lesivas que le sean.
Frente a quienes practican la Revolución suspendida, se encuentran los que ejercen la indolencia efectiva. Estos últimos no han encontrado tres palabras que les haga salir de su pereza; y tampoco han hallado a nadie que, poniéndose un gorro frigio, grite palabras que logren despertar de su sueño al Pueblo llano.
La indolencia efectiva ha calado muy hondo entre los más jóvenes. Nacidos, criados, y educados en un ambiente en el que todo les ha sido dado con poco, o nulo, esfuerzo, ven pasar la vida sin que nada les altere, por mucho que a su alrededor ocurra.
Hipnotizados por los nuevos reyes absolutos; abstraídos por las luminosas pantallas de un teléfono; han perdido, si es que alguna vez la tuvieron, la capacidad de rebelarse contra las injusticias y la opresión.
Con inusitada docilidad, aceptan la discriminación, el olvido, la pobreza, y la miseria, a la que les han llevado aquellos que les han quitado su ración de pan para dársela a quienes más tienen.
Cambiando las maletas de cartón por las mochilas, toman con inusitada resignación el mismo camino que tomaron sus abuelos o bisabuelos: el triste camino de la emigración.
No son como sus antepasados agricultores analfabetos, atados por el miedo al poderoso. Son hombres y mujeres dotados de conocimientos y formación que, entre todos, les hemos proporcionado. Malbaratan, tras la barra de un Pub londinense, no sólo sus conocimientos; sino, que renuncian a su juventud, y lo que es mucho peor, se niegan a sí mismos su futuro.
Quizás nunca llegaron saber, porque nadie se lo ha enseñado, que hace trescientos años, en el mismo lugar que hoy ellos se venden por unos pocos euros; jóvenes, hartos de que les robaran el pan los que vivían en el hartazgo, se levantaron y fueron capaces de cambiar la historia; no sólo de Francia, sino de toda Europa.