Allá por el año 1978, por razones de trabajo, viene a recalar en la ciudad de Teruel. Llegué, sin saberlo, en plenas fiestas de "El Torico". Una especie de sanfermines en pequeña escala, pero no por ello menos bulliciosa. De tanto jolgorio saqué una primera impresión de ser Teruel ciudad de gran vitalidad, y alegría. Era un espejismo. Cuando "El Torico" pasó la ciudad se sumió en una tranquilidad extrema. A pesar de ser verano, a las diez de la noche sólo quedábamos en las terrazas de los bares los "lobos solitarios" como yo, que uníamos nuestra soledad para no estar encerrados en la triste habitación de un hotel. Uno de esos "lobos solitarios", un jueves nos anunció que al día siguiente comenzaba sus vacaciones y que marcharía a la playa con su familia. Nos despedimos de él, como correspondía a los "lobos solitarios" con un: "Bueno, a ver dónde no volvemos a encontrar". El resto de la "manada" continuamos con nuestros hábitos nocturnos. Comenzó la semana, y la noche del lunes nos reunimos como era habitual a contarnos nuestras penas. Cuando, hete aquí que hizo su aparición aquel que, en teoría, se había despedido para los siguientes quince días. La pregunta no se hizo esperar:
-" Qué haces aquí" dijimos todos a coro.
-" No aguanto a la familia. Así que prefiero trabajar".
Cambiar de forma tajante la forma de vida, no es nada sencillo, y suele acarrear serias discrepancias entre aquellos que, sin estar acostumbrados a una larga convivencia se ven abocados de improviso a ella.
Los largos meses que hemos permanecido encerrados en nuestros hogares, han supuesto una dura prueba para todos. Hemos tenido que compartir no sólo el reducido espacio físico de una vivienda, sino que hemos tenido que abandonar nuestro modo de vida, y acomodarlo, durante veinticuatro al día, a los demás.
La publicidad, institucional o no, nos ha presentado un escenario cuasi idílico de esa situación, lanzando todo tipo de mensajes sobre las supuestas bondades de vivir todos juntos durante días y meses; algo que está muy alejado de la realidad, por mucho que la propaganda oficial y oficialista nos quieran trasladar.
Cuando el dogal parece aflojarse, comienzan a salir a la luz las verdaderas consecuencias de ese estado anormal en el hombre; obligado convivir sin espacio vital propio. En definitiva sin vida propia. Grandes y pequeños hemos desarrollado todo un elenco de patologías psíquicas y físicas que nos será difícil de superar. No solo el miedo al contacto con otros marca nuestras vidas, hemos perdido por el camino buena parte de nuestra independencia que muchos quieren recuperar a toda costa. La ausencia de actividad vital, ha dificultado de manera sustancial nuestra capacidad de diálogo. La monotonía de nuestras vidas ha obligado a largos silencios, cuando no a ser esclavos del mismo tema recurrente; único que alteraba nuestras vidas; unido al también monotema del futuro que nos espera. Sin actividad ninguna, no puede existir un diálogo sano y fluido, lo que conlleva a un cierto aislacionismo de la persona que buscaba tener su propia existencia en las páginas de un libro o en la pantalla de un dispositivo electrónico.
Pocos eran los afortunados, -qué, paradojas de la vida-, que podían disfrutar de un trabajo, por duro que fuera, y llegar a casa cansado de la faena del día, y poder comentar todo lo que de bueno o malo hubiera ocurrido. Hasta aquellos que realizan la ingrata labor de recoger nuestras basuras, me mostraron su alegría por poder estar haciendo lo que hacía. Todo era preferible al estar encerrado entre cuatro paredes durante días interminables.
La paciencia y el espíritu de sacrificio de muchas parejas se han visto sometidas a una dura prueba, habiendo provocado no pocos momentos de tensión entre ellas, añadiendo un plus de complejidad y de desazón a lo que nos ha tocado, y aún nos toca, vivir.
Si las parejas lo tienen difícil, qué decir de los jóvenes. Unos jóvenes llenos de vida, cuyos comportamientos ahora nos parecen irresponsables. Puede que a la vista de algunos, así lo sean; sin embargo, es bastante probable que quienes los criticamos, de tener sus años y su vitalidad, haríamos lo mismo.
No deja de ser paradójico que las mismas sociedades que envían a sus jóvenes a morir en los campos de batalla; sean las que les piden que eludan los riesgos de convivir, que no es otra cosa que vivir. Ellos hacen lo que hizo aquel "lobo solitario" con el que coincidí en Teruel. ¡Buscar su espacio vital!